La reunión en Bruselas de Yolanda Díaz con el prófugo de la justicia Carles Puigdemont, el líder del golpe contra la democracia ejecutado por los partidos independentistas catalanes en octubre de 2017, debe ser gestionada por el Gobierno de la única manera admisible en una democracia funcional cuyo respeto por la legalidad y la separación de poderes siga en pie: con el cese de la líder de Sumar.
Porque el objetivo del encuentro ha sido negociar el apoyo del fugado a un gobierno de Pedro Sánchez, por mucho que la versión oficial de Moncloa dada a este periódico insista en que la vicepresidenta en funciones "ha ido por su cuenta y riesgo", para robarle protagonismo al PSOE en su proceso de negociaciones discretas con Junts.
¿Qué otro sentido podía tener el viaje de Díaz más que el de encontrar la mejor manera de que el Gobierno reconozca, facilite y ampare los objetivos del independentismo? Es extremadamente dudoso que la cita se haya podido arreglar sin conocimiento de Moncloa. Y por eso es una impostura mayúscula afirmar que Díaz ha acudido como líder de Sumar y no como vicepresidenta.
Lo más verosímil, por el contrario, es que su presencia en el Parlamento Europeo haya sido la forma de satisfacer la exigencia que Puigdemont añadió a la amnistía y al referéndum de autodeterminación (y las que hoy pueda hacer públicas). A saber, una foto en Bélgica con el Gobierno, que simbolice el arrodillamiento de la democracia española frente a sus enemigos. La vicepresidenta sencillamente le ha ahorrado al PSOE el coste de tener que ser alguien de su equipo quien protagonizara la ignominiosa instantánea.
Y en el caso de que fuera cierto que Díaz no informó a Sánchez de su viaje, lo lógico es que hubiera sido desautorizada y destituida por interferir en la vía de diálogo del PSOE con Junts. Sin embargo, no ha habido ninguna expresión pública de malestar por parte del Ejecutivo, lo que invita a concluir que todo esto no es más que una farsa.
La reunión no tiene precedentes en la democracia española. Ni siquiera las negociaciones del Gobierno de Felipe González en Argel con la ETA de finales de los años ochenta o las del de Aznar en Zúrich en 1999 son comparables. En primer lugar, porque esas reuniones no fueron públicas ni oficiales. En segundo lugar, porque no tuvieron la pretensión de blanquear la banda terrorista. Y en tercer lugar, porque su objetivo no era negociar la mejor manera de conceder las exigencias de los etarras, sino, precisamente, la de acabar con la violencia del terrorismo.
Cabría incluso decir que, dentro de la gravedad, el entendimiento con los exterroristas (que con razón le han reprochado a Sánchez periódicos como este) resulta menos inaceptable que la interlocución con Puigdemont.
Porque aquellos, al menos, pagaron penalmente por sus delitos. Mientras que, con la amnistía que Sánchez está negociando (enmascarada con el eufemismo de la desjudicialización), los delitos del ex president y los suyos quedarán impunes, como si nunca hubieran ocurrido. Algo que también se colige de las palabras del presidente de este lunes, llamando a "pasar página" y a "dejar atrás definitivamente la fractura que vivimos en 2017".
El simple hecho de que un Gobierno democrático se plantee olvidar una grave insurrección como aquella resulta rocambolesco. Como lo es que se preste al "reconocimiento" de que la España constitucional es un régimen intrínsecamente antidemocrático. Es decir, a la aceptación de que los golpistas tenían no sólo la razón política, sino también la razón moral.
Que la foto que condensa la humillación del Estado frente a quien se alzó en su contra hace seis años haya tenido lugar en el Parlamento Europeo sólo hace más dolorosa la inapelable derrota de la España constitucional. Inerme frente a aquellos que, como Yolanda Díaz y Pedro Sánchez, han aceptado ya que no existe precio lo suficientemente inaceptable que pagar, incluida la de la subasta de la soberanía nacional, a cambio de su permanencia en el poder.
A la vista de lo ocurrido hoy, parece legítimo coincidir con los más críticos en sus advertencias contra este Gobierno. Porque si el Ejecutivo es capaz de concederle a Puigdemont la amnistía y una foto con la vicepresidenta, es previsible que no tenga tampoco el menor reparo en entregarle el referéndum de autodeterminación, enmascarado con el eufemismo que mejor convenga en su momento.
La foto con Puigdemont debe entenderse dentro del esfuerzo del Gobierno por blanquear y rehabilitar a unos socios deplorables, un proceso ya ensayado durante la legislatura pasada con ERC, Podemos y el EH Bildu de Otegi. Y es que, según informa hoy EL ESPAÑOL, Puigdemont ya no se siente un prófugo, sino interlocutor reconocido del Gobierno. El viaje de Díaz ha sido el sello de homologación para oficializar las relaciones con quien, con justicia, había permanecido hasta ahora en el ostracismo.
Contrasta, en cualquier caso, la disposición de la vicepresidenta a despachar con quien huyó de España en un maletero con su teatral indignación frente al comportamiento de Rubiales tras la final del Mundial femenino. ¿Es que acaso el beso de Rubiales es más grave que el golpe de Estado y la malversación de fondos públicos atribuida a los líderes del procés, y entre ellos, como número uno de la Generalitat en aquel momento, Carles Puigdemont?
No existe justificación para la claudicación del Estado frente a quienes han atentado contra los más elementales principios democráticos y contra quienes alientan día a día el enfrentamiento entre españoles. Frente a quienes consideran que la política es el terreno de lo teatral, de lo líquido, del relativismo moral más absoluto. Porque reunirse con un prófugo de la Justicia que se alzó contra la democracia no es inmoral. Es amoral, algo que nos sitúa en un escenario muy diferente al de las meras discrepancias ideológicas.
Díaz no ha dado explicaciones del porqué de su viaje ni de lo hablado y negociado con el expresidente de la Generalitat. Olvida que una reunión con Puigdemont no se puede justificar jamás en su condición de líder de Sumar porque una vicepresidenta no deja de serlo a voluntad. Especialmente cuando el objeto de sus atenciones es el líder de un partido xenófobo, que desea una España con ciudadanos de primera y de segunda, y cuyo objetivo es la desaparición del Estado que ella ha prometido proteger.
Yolanda Díaz debe ser cesada por el presidente a riesgo de que la desconexión del Gobierno con los ciudadanos a los que se debe llegue al punto de no retorno. Algo que no sería tan grave, en cualquier caso, como la desconexión de estos con la democracia liberal o como la perdida de su confianza en las instituciones. La visita de Yolanda Díaz al prófugo Puigdemont supone una ceremonia de pleitesía del Gobierno a un enemigo declarado del Estado y de la nación española. Y debe ser sancionada como tal.