El acuerdo firmado ayer por el PSOE y ERC abre la puerta a la convocatoria de un referéndum de independencia enmascarado bajo el eufemismo de un "marco político" que será "refrendado" por "el pueblo catalán".
Es cierto que la frase, dada su ambigüedad, podría hacer referencia también a la aprobación de un nuevo Estatuto de Autonomía. O, llevando el candor interpretativo al extremo, a cualquier otro tipo de acuerdo al que el Gobierno central y el autonómico lleguen en una Mesa de Diálogo. Pero, de acuerdo con los propios independentistas catalanes, sobre ella sólo queda una reivindicación pendiente: la independencia de Cataluña.
Sólo hace falta oír las palabras de ayer del presidente autonómico catalán Pere Aragonès para comprender que la fase autonomista fue dejada atrás hace tiempo por los independentistas catalanes, espoleados por los indultos y por la ya pactada amnistía de sus delitos de terrorismo y de corrupción, y que ese párrafo concreto del acuerdo está aludiendo de forma escasamente velada a un referéndum de secesión.
Lo corrobora la mención del documento (recordemos, firmado por el PSOE) al "reconocimiento nacional de Cataluña". También, la de Oriol Junqueras durante su rueda de prensa a la aceptación por parte del Gobierno de la existencia de un "conflicto de legitimidades" entre la Constitución Española y el Parlamento catalán.
El documento opone en sus párrafos clave dos presuntas legitimidades opuestas. Una supuesta "legitimidad parlamentaria y popular" (referida a las leyes de desconexión y al 1-O), sin base jurídica alguna, y la "legitimidad institucional y constitucional", la única verdaderamente existente.
La idea se repite luego de forma incluso más explícita cuando se opone el "principio de legalidad" a un "principio democrático" imaginariamente antagónico. Un convoluto jurídico que ningún español debería pasar por alto porque es el huevo de la serpiente que conduciría a España a una crisis política y social de consecuencias imprevisibles.
El "conflicto" catalán no existe en los términos que el independentismo defiende (una burda estrategia que sólo pretende enmascarar sus delitos dotándoles de una pátina de romanticismo revolucionario). Pero el documento del acuerdo PSOE-ERC es la base para que ese conflicto se haga real a lo largo de los próximos cuatro años.
Porque no existe ningún "principio democrático" que no pase por el sometimiento a la ley de la misma forma que no existe ninguna "legitimidad parlamentaria y popular" si esta no se subordina a la "legitimidad institucional y constitucional". Que no existe Estado de derecho sin sometimiento a la ley no es un capricho "autoritario" de los padres de la Constitución, sino un principio elemental de la organización política de cualquier nación que se pretenda democrática.
Lo contrario supone asumir que una simple votación, no ya en el Congreso de los Diputados, sino en un parlamento autonómico, es suficiente para puentear la Constitución, quebrar el Estado de derecho e imponer la voluntad de un puñado de diputados sobre la de la Nación soberana. De acuerdo con esta lógica, el Parlamento catalán podría votar mañana la expropiación de todas las empresas de la región, o la expulsión de todos los castellanohablantes de Cataluña, sin que el Gobierno o los jueces pudieran hacer nada para impedirlo.
Que el PSOE haya puesto su firma al pie de tamañas barbaridades jurídicas debería hacer saltar todas las alarmas. La democracia española ha vivido varios desafíos existenciales a lo largo de los últimos 45 años, y entre ellos el de los políticos independentistas catalanes el 1 de octubre de 2017, pero ninguno refrendado, avalado y firmado por el Gobierno central.
Esta última línea roja del Estado de derecho fue cruzada ayer por Pedro Sánchez con la asunción de que existe una legitimidad fantasmalmente "democrática" fuera de la Constitución, en ese éter de la arbitrariedad donde moran todas las quimeras antidemocráticas populistas.
El documento conjunto de PSOE y ERC demuestra, en fin, que los socialistas han asumido ya no sólo el lenguaje del secesionismo catalán, sino su corrupta lógica jurídica. Una lógica que rompe todos los consensos políticos y cívicos sobre los que se construyó la democracia de 1978 y que ha dado los 45 años más prósperos de la historia de España.
El precio de la investidura de Sánchez es España. Este diario defiende la necesidad de que esa deuda, radicalmente ilegítima, no sea asumida jamás por los españoles.