El siniestro aquelarre de Nochevieja en Ferraz, en el que una turba de extrema derecha se ensañó con una piñata que representaba a Pedro Sánchez, es el último y enésimo episodio de la escalada de agresividad que consume la vida pública española.
Como acostumbra a hacer cada vez que Vox y sus acólitos instigan a la violencia, el PSOE ha tratado de victimizarse extendiendo al PP la responsabilidad por esta profusión de bilis. Es falaz y fraudulento acusar a Feijóo, como ha hecho María Jesús Montero, de no haber "hecho nada para impedirlo", como si hubiera estado en su mano evitarlo.
Pero es cierto que esta abominable performance merece la condena y la repulsa de todos los actores políticos. Justo lo contrario de lo que ha hecho Santiago Abascal, que ha respaldado tácitamente el apaleamiento de Sánchez en efigie, llamando a un año nuevo "de pelea" contra un presidente "ilegal" y "golpista".
Es difícil desligar el ahorcamiento de este muñeco de la reciente invitación del presidente de Vox a "colgar a Sánchez por los pies". Tampoco cabe negar la responsabilidad del partido ultra por los agresivos escraches a las sedes del PSOE, si se recuerda a Javier Ortega Smith abroncando a los antidisturbios durante las protestas del pasado noviembre. El mismo Ortega Smith que hace apenas unos días protagonizó un incidente violento con el concejal de Más Madrid Eduardo Rubiño.
Si los actores políticos no asumen la urgencia de frenar la peligrosísima deriva en la que ha entrado la política española, que ya alcanza a la abierta incitación a la agresión al presidente del Gobierno, nos encaminaremos hacia un escenario catastrófico. A la inflamación verbal le sigue la violencia simbólica, y a esta la real. Es evidente que algunos de los que se han cebado con la figura de Sánchez en estas Uvas en Ferraz materializarían el ataque contra él si tuvieran la ocasión.
Es discutible jurídicamente, como alega el PSOE, que la simulación del ahorcamiento constituya un delito de odio, un tipo destinado a proteger a "colectivos vulnerables" de discursos que puedan causar una persecución contra ellos. Pero la Policía Nacional ha citado este lunes al convocante de la protesta (la organización juvenil Revuelta, vinculada a Vox) para tomarle declaración sobre lo sucedido.
Tampoco parece cabal pedir prisión para los responsables de la violencia figurada contra las figuras públicas, algo que los tribunales suelen cobijar bajo el paraguas de la libertad de expresión y que casi nunca ha recibido castigo penal.
Pero sí debería imponerse un régimen sancionador bajo el cual estas conductas antidemocráticas fueran consideradas, como mínimo, una falta grave que llevase aparejada una sanción pecuniaria disuasoria. Una multa ejemplar para los apaleadores de Ferraz es lo menos que cabe exigir.
También debe recordar el PSOE la obligación de medir a todos por el mismo rasero. Son muchos los antecedentes de simulaciones de violencia contra las autoridades, como la representación teatral en la que se guillotinaba al entonces presidente Rajoy, y en la que participaron dirigentes del PSOE de Alicante. O el más reciente ahorcamiento de un muñeco que simbolizaba al rey en la Universidad Complutense.
No se trata de invocar precedentes en la trinchera contraria para justificar lo intolerable. Pero sí de señalar el sinsentido de defender que colgar a Felipe VI en efigie sea libertad de expresión, mientras que hacer eso mismo con Sánchez constituya un delito de odio.
Porque esta es la paradoja que supondría que saliese adelante la proposición de ley de Sumar para derogar los delitos de injurias a la Corona y de ofensas al Gobierno y las instituciones del Estado. El PSOE no puede asociarse con quien apoya despenalizar estas conductas, mientras se rasga las vestiduras cuando son ellos quienes las sufren.
Ningún derecho ni libertad pueden ser absolutos. El legislador debe graduarlos con sentido común y en función de las circunstancias. Pero en un contexto de escalada de la violencia verbal y física y de polarización exacerbada de la vida política, la libertad de expresión debe encontrar un límite en la protección de la dignidad de las personas que encarnan las distintas instituciones del Estado.