El ataque terrorista de la noche del viernes en una sala de conciertos cerca de Moscú, uno de los atentados más mortíferos de la historia de Rusia, se ha entreverado con el contexto de la guerra de Ucrania.
En un primer momento, Kiev quiso hacer ver que el asesinato de más de 143 personas se trataba de una nueva falsa bandera de los servicios especiales rusos, como la que supuestamente estuvo detrás de los atentados chechenos de 1999, y cuyo contundente castigo alzó a Vladímir Putin al poder.
Esta tesis no parece creíble, en la medida en que Putin no tiene ahora ninguna necesidad de instrumentalizar una tragedia como esta habiendo afianzado sobradamente su poder en las elecciones presidenciales de la semana pasada.
Si bien sí prueba la negligencia de los servicios secretos rusos, columna vertebral del poder del dictador, para prevenir el ataque. Y agrieta por tanto el discurso de garante de la seguridad interna sobre el que ha legitimado su régimen autocrático.
Evidentemente, tampoco es verosímil la pretensión del Kremlin de conectar a Ucrania con el atentado.
Kiev ha atacado objetivos dentro de las fronteras rusas, pero nunca civiles. Por eso, Zelensky teme que la hipótesis lanzada por Putin en su alocución de este sábado (deslizando que el país vecino podría haber colaborado en la logística del ataque y en la evacuación de los perpetradores) sea utilizada por Moscú como pretexto para recrudecer la agresión. O incluso como aliciente para la esperada nueva movilización de tropas.
En este hervidero de teorías conspirativas, la única certeza es que el Estado Islámico ha reivindicado la masacre. Y su autoría es coherente a la vista de la fijación de los yihadistas con Rusia en los últimos años.
Son numerosos los factores que han convertido al país asiático en un objetivo del Daesh: la alianza entre Putin y Bashar al-Assad contra el Estado Islámico; el acercamiento estratégico de Moscú con Teherán y con los talibanes, ambos enemigos acérrimos de los islamistas; o la participación del Grupo Wagner contra el Daesh y Al Qaeda en el Sahel.
La filial afgana del Estado Islámico que estaría detrás del ataque, ISIS-K, ya había declarado su intención de vengarse de Rusia por sus intervenciones contra musulmanes en Afganistán, Chechenia, Daguestán y Siria. Es el mismo grupo responsable del atentado en Afganistán el pasado agosto, el de Irán del pasado enero y el de la iglesia de Estambul poco después.
La multiplicación de los ataques del ISIS-K, su afianzamiento en la región cada vez más islamizada del Cáucaso y la campaña lanzada en enero bajo el lema "Mátalos dondequiera que los encuentres", constituyen una ineludible advertencia de que la amenaza del terrorismo islamista sigue muy viva.
Aunque parecían pasados los años de mayor actividad del yihadismo (y por tanto los de su prevalencia entre las preocupaciones de la opinión pública internacional), la tragedia de Rusia demuestra que los ataques terroristas a gran escala no han desaparecido. Ahora que vuelven los ecos de la Sala Bataclan en 2015 o del Manchester Arena en 2017, se comprueba que se ha hecho mal en dejar de prestar atención al ISIS y otros grupos islamistas, que continúan activos.
El terrorismo yihadista va a ser uno más de los ingredientes del cóctel explosivo tras el incremento de la tensión geopolítica que atraviesa el mundo actual. Luchar contra esta seria amenaza requiere de una estrecha coordinación internacional.
Exactamente lo contrario de lo que ha hecho Putin, al desconsiderar los avisos de los servicios de inteligencia y diplomacia estadounidenses sobre el riesgo inminente de un atentado en Moscú, que Putin desechó calificándolos de "provocación", "chantaje" e "intimidación" para "desestabilizar" a Rusia.
En un contexto como este, la desconfianza que entraña el fanático discurso antioccidental puede acabar cobrándose las vidas de muchos inocentes.