Israel ha acusado al Gobierno español de "estar incitando al genocidio del pueblo judío" con su reconocimiento del Estado palestino. Teresa Ribera y Margarita Robles han achacado a su vez a Israel un genocidio en la Franja de Gaza.
A la escalada diplomática contribuyó ayer también Yolanda Díaz al pedir un embargo de armas a Israel ante lo que calificó de "auténtico genocidio" del pueblo palestino.
Ione Belarra e Irene Montero, que no forman parte del Gobierno, pero sí de un partido integrante del autodenominado 'bloque progresista' como Podemos, han utilizado el término repetidas veces durante las últimas semanas, en una suerte de competición con Sumar por el voto del electorado radical de cara a las elecciones europeas.
Y sin llegar a utilizar la palabra "genocidio", el propio Pedro Sánchez acusó el pasado mes de noviembre a Israel de estar llevando a cabo "una matanza indiscriminada de civiles" durante su visita al paso de Rafah, en la frontera de Gaza con Egipto. Una expresión lindante con la definición jurídica de genocidio.
Preguntado ayer martes por las acusaciones de Ribera y de Robles, el ministro de Asuntos Exteriores José Manuel Albares las atribuyó a "una opinión personal", como si las manifestaciones de una ministra y de la cabeza de lista del PSOE en las elecciones europeas pudieran ser desligadas de sus responsabilidades políticas. ¿En calidad de qué, entonces, estaban acusando Ribera y Robles a Israel de genocidio?
Las reacciones de rechazo por las víctimas civiles de la guerra entre Israel y el grupo terrorista Hamás son comprensibles. La posibilidad de que Israel haya cometido crímenes de guerra o violado el Derecho Internacional Humanitario debe por supuesto ser investigada y, en su caso, sancionada de acuerdo con la normativa internacional. Y es evidente que la guerra en Gaza está fuera de control.
Pero las supuestas violaciones del derecho humanitario, que en cualquier caso deberían ser probadas en su momento con más evidencias que las habituales mentiras del Ministerio de Salud de Gaza, no pueden ser consideradas en sí mismo un genocidio.
El delito de genocidio está estructurado jurídicamente con una definición idéntica tanto en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional como en la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, aprobada por la ONU tras la II Guerra Mundial, precisamente como respuesta al Holocausto.
Es decir, al genocidio de seis millones de judíos en los campos de exterminio de la Alemania nacionalsocialista.
De acuerdo con el Tratado y la Convención, son constitutivos de genocidio los actos destinados a "destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso".
El genocidio no incluye únicamente el asesinato masivo, sino también "infligir deliberadamente al grupo condiciones de existencia que acarreen su destrucción física", las "lesiones corporales o mentales graves", las "medidas destinadas a impedir nacimientos" y el "traslado por la fuerza a niños del grupo a otro grupo".
Ninguna de esas definiciones, ni siquiera con la más expansiva de las interpretaciones, se ajusta a las acciones del ejército israelí en la Franja de Gaza.
Sí se ajusta a la definición Hamás, una organización calificada por la ONU de "genocida" y en cuyo manifiesto fundacional se promete la destrucción de Israel "desde el río hasta el mar". En ese manifiesto también se afirma que "el Día del Juicio no llegará hasta que los musulmanes luchen contra los judíos y los maten".
Es evidente que Israel, una potencia nuclear, militar y tecnológica, dispone de los medios necesarios para ejecutar un genocidio en Gaza, si esa fuera su intención.
Pero ni se puede afirmar que Israel esté intentando "destruir total o parcialmente" a los palestinos, ni que esté infligiendo deliberadamente condiciones de existencia que "acarrearán su destrucción física", ni aplicando medidas destinadas "a impedir nacimientos", ni mucho menos secuestrando a niños palestinos, como sí hizo Hamás el 7 de octubre o ha hecho Rusia en Ucrania.
La realidad es que, por cruel que pueda resultar una guerra como la que actualmente se libra en Gaza, ni la existencia de víctimas colaterales (y la ONU ha tenido que reducir sus estimaciones de víctimas en un 50% dada la escasa fiabilidad de las cifras proporcionadas por Hamás) ni la falta de abastecimiento provocadas por las operaciones militares israelíes pueden ser calificadas en ningún caso de genocidio.
Mucho menos se puede acusar a Israel de haber actuado de forma deliberada buscando ese objetivo en concreto, y no simplemente asumiendo como posible ese resultado. Si así fuera, prácticamente cualquier guerra podría ser considerada como un genocidio de uno o los dos bandos, dado que toda contienda implica víctimas colaterales, desplazamientos de población y, por supuesto, penurias y desabastecimiento. Especialmente en contextos urbanos densamente poblados, como es Gaza.
Parece obvio, además, que Hamás está utilizando a los propios civiles palestinos como escudos humanos, acaparando la ayuda humanitaria, atacando a las tropas israelíes desde túneles construidos bajo edificios de viviendas, o utilizando infraestructuras humanitarias, hospitales y escuelas como bases militares y almacenes de armamento.
Ninguna petición de alto el fuego puede ser considerada sincera o siquiera ecuánime si no va ligada a la exigencia de liberación inmediata de todos los rehenes israelíes. Tampoco las acusaciones contra el ejército israelí pueden ser consideradas honestas si no van acompañadas de una condena similar de Hamás y la exigencia de que sus líderes se entreguen a las autoridades israelíes por su masacre del pasado 7 de octubre.
Acusar de genocidio a Israel es, con las pruebas hoy disponibles, no sólo una interpretación tendenciosa de los hechos, sino también una ofensa a las verdaderas víctimas de genocidio. Hay crímenes cuyo nombre no debería ser citado en vano.