El cuestionamiento este sábado por parte de Benjamin Netanyahu del plan de paz propuesto por Joe Biden la víspera aleja las esperanzas de un próximo cese de la violencia en la Franja de Gaza.

Resulta sorprendente que, habiendo la propuesta partido supuestamente desde Israel (aunque no desde su gobierno), Netanyahu se haya pronunciado críticamente sobre ella, remarcando que "las condiciones de Israel para terminar la guerra no han cambiado", y que toda ellas "deben cumplirse antes de que se establezca un alto el fuego".

El plan en tres fases de Biden contempla, en primer lugar, el alto el fuego completo y la retirada de las fuerzas israelíes. En su fase dos, el fin permanente de las hostilidades, dando paso al intercambio de rehenes israelíes y presos palestinos. La última fase se refiere al plan de reconstrucción de Gaza.

Es la primera premisa la que el gobierno israelí no acepta hasta lograr "la liberación de todos los rehenes". Y no concuerda con EEUU en su afirmación de que "Hamás ya no es capaz de llevar a cabo otro 7 de octubre": Netanyahu ha replicado que aún está por "asegurar que Gaza ya no supone una amenaza para Israel", algo que considera sólo será posible tras "la destrucción de las capacidades militares y gubernamentales de Hamás".

Es cierto que, para Israel, no es lo mismo negociar a puerta cerrada una tregua que aceptarla abiertamente. Pero las discrepancias aireadas por Tel Aviv invitan a pensar que el proyecto no estaba plenamente acordado con Washington.

Resulta significativo el que se haya hecho público. Porque aunque ya existían conversaciones en esta línea, es la primera vez que el arreglo se ha anunciado oficialmente. De ahí que pueda leerse como una maniobra de presión sobre ambas partes para que se atengan al arreglo.

La exigencia de Biden a Hamás de que "se siente a la mesa, acepte este acuerdo y ponga fin a esta guerra que ellos comenzaron" apunta en esta dirección. Y lo mismo la exhortación al "liderazgo de Israel a respaldar este acuerdo, a pesar de las presiones que lleguen".

La alusión del presidente a quienes piden "que la guerra continúe indefinidamente, algunos incluso dentro del Gobierno de coalición" puede entenderse como una velada amonestación a la línea dura del ejecutivo israelí, que se resiste a ningún movimiento que implique alguna concesión a Hamás.

El plan de Biden es una llamada a superar el empuje de los sectores ultraderechistas en los que se apoya Netanyahu, que no renuncian a la eliminación total de Hamás y que aspiran a colonizar Gaza. El primer ministro afronta a su vez presiones en sentido contrario desde los sectores más centristas (que también amenazan con la ruptura del gabinete), y de los familiares de los rehenes que permanecen en la Franja.

A estos complicados equilibros internos que atenazan a Netanyahu hay que añadirle los externos. Gran parte de la comunidad internacional, desde el secretario general de la ONU a Ursula von der Leyen, pasando por líderes como Macron, Trudeau, David Cameron o Pedro Sánchez, se han sumado a la propuesta de Biden. Y han ampliado así el coro de voces que exigen poner fin a la guerra de inmediato.

No parece del todo justo que toda la presión esté cayendo del lado de Israel. Algo que de hecho beneficia a Hamás a la hora de obtener soluciones más ventajosas, al igual que el reconocimiento del Estado palestino. No se puede olvidar que hasta la fecha los terroristas han rechazado todas las ofertas de Israel, aunque ven "positiva" esta última.

Con todo, es Netanyahu el que se ve sometido al escrutinio internacional más encimero, después de haber sido acusado de crímenes de guerra por la Corte Penal Internacional y de haber recibido la orden del Tribunal de La Haya de detener la ofensiva activa sobre Rafah.

La instancia de Biden a "aceptar la nueva propuesta integral para un alto el fuego duradero" añade un factor adicional de presión que puede que acabe auspiciando un retorno de Israel a la mesa de negociación con Hamás.