Nuestro país atraviesa estos días la época del año en la que los termómetros alcanzan sus máximos valores. Trece comunidades autónomas se encuentran en alerta por calor excesivo, y cientos de municipios están superando los 40°C.

Los más refractarios a asumir el fenómeno del calentamiento global consideran que estas elevadas temperaturas son las propias de la canícula de cada periodo estival. Pero los datos demuestran que existe un problema de episodios de calor extremo que se está agravando.

El pasado mes de julio ha vivido tres olas de calor consecutivas en apenas 12 días, y este mes se ha iniciado con una cuarta. Los siete primeros días de agosto han dejado al menos 544 muertes atribuibles a estas, según el Instituto de Salud Carlos III. Se trata de una cifra récord, tras un aumento del 349% con respecto al mismo periodo del año pasado.

Es cierto que siempre ha habido olas de calor en estas fechas. Pero son cada vez más frecuentes, intensas y largas en todo el mundo, en el sur de Europa en particular y en España especialmente.

Según el consorcio de investigación ClimaMeter, las últimas olas de calor de julio de 2024 en Europa han sido entre 1,5ºC y 3ºC más cálidas que las observadas hasta finales de los años noventa del siglo XX. Los eventos de calor extremo suceden antes en el año y han pasado a extenderse más allá de julio y agosto.

Algunos representantes públicos y líderes de opinión apelan a apreciaciones intuitivas de andar por casa para alentar la incredulidad sobre el cambio climático. Pero se recurre a espejismos suscitados por fenómenos meteorológicos puntuales, que no refutan unas tendencias climáticas de fondo que son claras.

El Servicio de Cambio Climático de la UE ha documentado que el planeta ha alcanzado un pico histórico de calor con 17,15°C de media, la cifra más alta desde que hay registros. En España, el año pasado fue oficialmente el más cálido de nuestra historia. Y este verano va camino de igualar esos números.

Se impone la necesidad de una labor de concienciación sobre las consecuencias del calentamiento global, capaz de impulsar un cambio de mentalidad para que también el calor extremo (y no sólo el frío, como hasta ahora) comience a ser percibido como un factor de riesgo.

Lo es también para la economía. Los episodios climáticos extremos repercuten negativamente en el PIB de forma directa, al afectar a la agricultura, el turismo y la hostelería. También empujan al alza los niveles de contaminación, disminuyen la calidad del agua y provocan una mayor recurrencia de las sequías y los incendios forestales.

Pero la repercusión más grave es sobre la salud. Y no sólo porque el calentamiento aumenta la proliferación de enfermedades bacterianas y tropicales. También agrava las morbilidades previas de personas vulnerables, como las que sufren problemas respiratorios o cardiovasculares. Según la Sociedad Española de Epidemiología, si en España no nos adaptamos, se podría pasar de la media anual de las 1.300 muertes al año registradas en el periodo de 2000 a 2009 a 13.000.

Tradicionalmente, las autoridades y los medios han promovido medidas de prevención frente a las altas temperaturas basadas en la responsabilidad individual. Pero se requiere además una acción positiva desde los poderes públicos que contribuya a mitigarlas.

En el plano más inmediato, es necesario adaptar los entornos urbanos, que al no estar preparados para temperaturas tan elevadas forman "islas de calor" que multiplican el bochorno ambiental. Máxime cuando el cambio climático es también un foco de desigualdad, al correlacionar las condiciones socioeconómicas más desfavorables con la mayor incidencia del calor extremo. También se dan desequilibrios territoriales en el número de muertes por calor.

Ciudades como Madrid o Barcelona están impulsando iniciativas como los refugios climáticos. La mejora de las infraestructuras de refrigeración y de la eficiencia energética de las edificaciones y la ampliación de las zonas verdes son otras medidas que ayudarían a paliar el problema. España sí es puntera mundialmente en el desarrollo de planes para reducir la mortalidad por calor, como demuestra que otros países estén tratando de replicarlos.

Pero estas intervenciones de emergencia serán impotentes si no se aborda el problema de fondo del aumento antropogénico de las temperaturas. Algo que sólo puede lograrse mediante una acción global comprometida con un recorte más ambicioso de las emisiones de efecto invernadero.