Si la eliminación el viernes del líder de Hezbolá, Hasán Nasralá, no provocó la respuesta inmediata de Irán, la incursión terrestre limitada de Israel este lunes en el Líbano ha bastado para precipitar el ataque de Teherán.

La República Islámica ha lanzado varios centenares de misiles este martes sobre Tel Aviv y Jerusalén, que la efectiva Cúpula de Hierro israelí ha conseguido repeler nuevamente casi en su totalidad.

De esta forma, Irán se descubre definitivamente. Porque, al atacar Israel no en respuesta a una ofensiva sobre su territorio sino como represalia por las operaciones israelíes en el Líbano, demuestra que ha estado escondiéndose detrás de sus satélites y alentándolos para desestabilizar al país hebreo (como también auspició la masacre de Hamás el 7 de octubre).

Y es justamente a estos proxies que Israel está tratando de liquidar. En esta nueva fase del conflicto, Tel Aviv ha abierto un frente múltiple, atacando simultáneamente a las tres milicias apoyadas por Irán: Hamás en Gaza, Hezbolá en el Líbano y los hutíes en Yemen.

La ofensiva israelí ya ha excedido la mera respuesta al sanguinario atentado de Hamás, y se enmarca en una estrategia más amplia con nuevos objetivos: dominar definitivamente Gaza, contener al Líbano y, eventualmente, frenar el programa nuclear de Irán y hasta intervenir en Siria.

De algún modo, el Estado hebreo parece abocado a atacar para poder defenderse. La propia entrada en el Líbano tiene el objetivo de ampliar su perímetro de seguridad, para eliminar el riesgo de un posible nuevo 7-O que plantea la infraestructura de Hezbolá en la frontera, y que así los civiles puedan volver al norte de Israel.

Este enfoque consistente en neutralizar las amenazas a la seguridad del país es el que anima a las fuerzas armadas israelíes. No puede decirse que Israel quiera una guerra regional con Irán, que le haría mucho daño aunque sus capacidades militares sean notablemente mayores que las de la República Islámica (y tampoco Irán está interesada en una escalada que sabe que perdería).

Más bien, la desproporción de sus operaciones busca instalar una coacción intensa que servirá para imponer una fuerte disuasión hacia sus enemigos encaminada a retrasar la siguiente guerra.

Pero este enfoque ha supuesto inevitablemente una escalada, que ha llevado a Oriente Medio al momento más crítico de su historia reciente. Y es que aspirar a redefinir el orden regional puede generar dinámicas imprevistas e incontrolables. 

Israel no persigue un conflicto a gran escala con Irán, sino aparentemente empujar a EEUU para que contribuya a desalentar a Teherán con la amenaza de inutilizar su programa nuclear, objetivo que parece estar en el horizonte de Benjamin Netanyahu

Pero también podría lograrse el efecto contrario: que Irán replantee su política de defensa. Hasta ahora el régimen de los ayatolás ha actuado a través del "eje de resistencia". Pero toda vez que este está siendo desmantelado por Israel aceleradamente, Teherán puede explorar una nueva estrategia de disuasión (la nuclear) o la intervención directa.

Nadie podrá dudar que la teocracia islámica es la agresora. Pero Netanyahu, en quien confluyen de una forma no siempre clara las metas militares con los intereses políticos domésticos y personales, está siendo temerario en su plan de crear un nuevo equilibrio de poder en Oriente Medio. Las ambiciones de cambiar el statu quo geopolítico siempre entrañan riesgos, porque pueden obtener consecuencias indeseadas y tener una duración limitada.