Las elecciones presidenciales estadounidenses de este martes han estado finalmente menos reñidas de lo que vaticinaban las encuestas. Donald Trump ha logrado una victoria arrolladora sobre Kamala Harris, imponiéndose con claridad en los principales Estados disputados.
A falta de que finalice el escrutinio, el republicano es ya el nuevo presidente in pectore de los Estados Unidos.
La reelección de un delincuente convicto, golpista y autoritario ya sería de por sí preocupante en condiciones normales. Pero la contundencia de la victoria del expresidente redobla la amenaza que supone su regreso a la Casa Blanca.
Porque Trump no sólo ha ganado el voto electoral, sino también el voto popular, algo que ni siquiera logró en 2016.
También ha mejorado sus resultados de 2016 y 2020 en prácticamente todos los estados, incluidos muchos de los feudos demócratas. Los buenos números del republicano entre las minorías que hasta hoy se creían más inclinadas al voto progresista, como los hispanos y los negros, acreditan el giro a la derecha de Estados Unidos.
Pero es que no sólo se ha teñido de rojo el mapa de Estados Unidos, sino también su cuadro institucional. El Partido Republicano ha recobrado además el control del Senado, y lo más probable es que retenga también el Congreso.
Si a esto se le añade que Trump contará asimismo con un Tribunal Supremo favorable, que tiene a su favor el formidable canal de las redes sociales de Elon Musk, y que ejecutivos de grandes medios de comunicación se están plegando a él, al nuevo presidente de Estados Unidos se le opondrán menos contrapesos que a cualquiera de sus predecesores.
Y si la excesiva concentración de poder es indeseable per se, resulta aún más inquietante si quien la ostenta es un líder sin respeto alguno por la institucionalidad liberal ni los procedimientos democráticos. Además de una figura errática e imprevisible, con el consiguiente caos que esto puede acarrear para el resto del mundo.
Por eso Bruselas ha amanecido este miércoles con preocupación, sabedora del perjuicio económico que supondrán las guerras comerciales de Trump y su incremento arancelario a los productos europeos. Así como la desestabilización geopolítica que propiciarán los postulados aislacionistas del republicano, quien ha anunciado su pretensión de dejar sola a Europa en el auxilio de Ucrania y en la defensa colectiva.
Lo que parece claro es que el grave peligro que entraña la reelección de Trump no ha sido percibido de esta forma por la mayoría de votantes estadounidenses. Y buena parte de la culpa de ello corresponde al Partido Demócrata.
El golpe de mano para sacar de la carrera presidencial a Biden fue apresurado, y no dejó otra opción que una mala candidata como Kamala Harris que, pese a los meritorios esfuerzos de la factoría electoral demócrata por venderla como la nueva Obama, no ha logrado cuajar. Su campaña, que muy pronto languideció dejando que Trump tomara la iniciativa, corrobora el bluf que ha resultado esta operación artificiosa.
Sólo resta comprobar si el Trump presidente será tan radical como el Trump candidato. Y el hecho de que no tenga por delante un horizonte de reelección invita a dudar de que vaya a repetirse lo ocurrido en su primer mandato. Esta vez el presidente no se verá constreñido a atemperar siquiera parcialmente su programa disruptor. Y un Trump sin equilibrios conlleva un orden global desequilibrado.