Las circunstancias que confluyeron en la victoria de Donald Trump en las presidenciales estadounidenses no permitían vaticinar escenarios tranquilizadores. El control republicano del Congreso y del Senado alertaban de los peligros de un segundo mandato sin contrapesos para el que, además, el expresidente tenía como meta llevar a término todo aquello que no pudo consumar durante su primera Presidencia.

Pero los nombramientos para su futuro equipo que ha venido realizando en la última semana han superado los peores augurios. Los perfiles designados por Trump, un grupo de leales de dudosísimas credenciales, corroboran el ánimo revanchista (cuando no persecutorio) con el que el republicano se dispone a volver a la Casa Blanca.

Si Trump ha podido llegar a nombrar como fiscal general a un investigado por abuso sexual y consumo de drogas, o a un presentador extremista e igualmente acusado de delitos sexuales para el Departamento de Defensa, es gracias a la devaluación de los estándares morales para el ejercicio de la política que ha promovido, y de los que él se benefició en primer lugar para salir reelegido.

Que la designación de perfiles deliberadamente polémicos apenas haya suscitado rechazo dentro del Partido Republicano (algo que habría resultado impensable en 2016) da cuenta de hasta qué punto el magnate se ha asegurado la fidelidad absoluta de sus correligionarios.

No menos inquietud suscitan la elección de la prorrusa Tulsi Gabbard para los servicios de inteligencia, o la del conspiranoico antivacunas Robert F. Kennedy como secretario de Salud. Trump pone al zorro a cuidar del gallinero.

En realidad, la composición del nuevo gabinete de Trump es coherente con el espíritu antiestablishment de su candidatura, que sólo podía traducirse en la encomienda de la acción gubernativa a aficionados, agitadores y excéntricos. Muchos de ellos sin experiencia gestora y ni siquiera formación en su ámbito de competencia.

En la cuota de outsiders antisistema ha entrado también el impredecible Elon Musk, indicio como pocos del vuelco a la cultura política estadounidense que va a acarrear el trumpismo. Y de que, al mismo tiempo que se propone reestructurar la burocracia federal en su totalidad, el expresidente aspira también a esquilmarla.

Es dudoso que el marco institucional norteamericano vaya a poder atemperar esta vez el populismo trumpista. En la transición de poder más rupturista de cuantas se recuerdan, Trump está dando muestras inequívocas de su afán por politizar la Justicia y colonizar la Administración.

Los temores de cuantos alertaron sobre el desmontaje desde dentro de la arquitectura constitucional estadounidense que traería un segundo mandato del republicano se están viendo confirmados. Trump se ha comprometido a "drenar el pantano", como metáfora de la erradicación de un supuesta Administración partidista conjurada contra él. Pero el resultado más probable de dragar este "Estado profundo" será el de agostar las fuentes del Estado de derecho norteamericano.