Para emitir un juicio sobre la áspera controversia que se ha generado en torno a El odio, el libro de Luisgé Martín sobre José Bretón, conviene separar los distintos elementos que entran en juego en la discusión.
De un lado está la cuestión legal.
La Fiscalía de Menores ha recurrido este martes la decisión del juez de Primera Instancia de Barcelona, que había denegado la suspensión cautelar de la publicación y distribución del libro en el que Bretón confiesa el asesinato de sus dos hijos. Ha pedido a la Audiencia Provincial de Barcelona que revoque la decisión del juez y acceda a la medida cautelar.
El Ministerio Público alega que, al suponer el libro una injerencia en la intimidad personal y familiar y en la imagen de los menores asesinados, Anagrama debió recabar el consentimiento del representante legal de los niños, como establece la ley. Y que debió dar traslado al fiscal de su contenido con carácter previo a su publicación, "a fin de examinarlo y emitir el dictamen correspondiente sobre la posible existencia de la intromisión ilegítima del derecho al honor".
Se trata de un caso en el que entran en colisión el derecho a la libertad de expresión con el derecho al honor y a la intimidad. Y corresponde a un juez ponderar y determinar cuál debe prevalecer en este caso, y si la editorial ha vulnerado el primero o no.
Pero el capítulo judicial no agota el debate sobre la obra, que tiene también una dimensión moral. Y es aquí donde el autor y la editorial pueden ser objeto de reproche.
Ciertamente, entre los males que pueda ocasionar un uso moralmente objetable de la libertad de expresión, y los que se derivan de la limitación de esa libertad por los poderes públicos, siempre serán más perniciosos estos últimos. Pero eso no implica que el ejercicio de la libertad de expresión deba estar exento de la obligación de observar un código ético.
Y no se trata de incurrir en un moralismo injustificado, entrando a juzgar decisiones creativas o aspectos que atañen exclusivamente al fuero íntimo del autor, como si la escritura del libro está motivada por un ánimo perverso, la naturaleza de las emociones que ha experimentado al entrevistarse con Bretón, o lo que ha incluido o excluido de la narración.
Sólo cabe cuestionar aquellos elementos del libro que tienen trascendencia social. Y el principal de ellos es el haber ofrecido al asesino un altavoz para seguir torturando a la madre de los niños a los que mató como venganza hacia ella. Que es lo que hace este caso especialmente delicado.
En ese sentido, el hecho de haber prescindido conscientemente de la visión de Ruth Ortiz, y de ni siquiera haberle informado sobre su intención de escribir este libro, resulta absolutamente injustificable.
Por eso, honra a la editorial que, aun habiendo reivindicado su "derecho" a publicar la obra, haya optado por respetar la petición de la Fiscalía de paralizar la comercialización, aunque por el momento no esté judicialmente obligada a hacerlo.
La editorial, en efecto, ha hecho gala de "prudencia" al preocuparse por que haya "un equilibrio entre la libertad creativa como derecho fundamental y la protección de las víctimas".
Al suspender de forma voluntaria y de manera indefinida la promoción, Anagrama se hace cargo de la "responsabilidad editorial" que le corresponde por haber editado un libro llamado a ser tan problemático. Y, así, corrige el error de criterio editorial en el que cayó al dar el visto bueno a la publicación de una obra en cuya ejecución su autor ha demostrado una manifiesta insensibilidad hacia la parte damnificada por su relato.
Y es que no todo lo que puede ser publicado debe ser necesariamente publicado. Y, al menos tal y como se ha materializado, El odio probablemente no debió ser publicado.