Amistad, capacidad de olvido y moderación son virtudes que deben adornar al político.
I. La amistad
Hay, en el inicio del capítulo VI de la serie televisiva John Adams, unos momentos excepcionales que ilustran bien sobre lo que deben ser las relaciones entre los miembros de la clase política. John Adams, presidente federalista de Estados Unidos, pasea en 1797 por las calles de Filadelfia del brazo de Thomas Jefferson, su vicepresidente, del partido republicano -los actuales demócratas-.
Adams hace partícipe a Jefferson de su preocupación por el estado de las relaciones con Francia y le pide que marche a este país para negociar con Talleyrand y evitar así una posible guerra. Y al hacerle ver Jefferson las diferencias políticas que les separan, Adams pronuncia unas palabras que deberían ser una guía para el comportamiento de cualquier político: “pero solo diferimos como deben hacerlo los amigos, respetando la pureza de los motivos del otro”.
El ideal del político está en ese considerar al adversario como un amigo con el que se mantienen diferencias de criterio, aun en temas que pueden considerarse capitales, sin que se resientan por ello las relaciones personales, la cordialidad necesaria para que la vida política no se convierta en un lodazal.
En aquella ocasión, a pesar de la negativa a la ayuda solicitada, Jefferson manifestaba a Adams que podía contar con su amistad. Más adelante tuvieron enfrentamientos pero, al final mantuvieron una excelente relación traducida en un amplio epistolario. Murieron el mismo día y se dice que Adams preguntó por su amigo Jefferson en los últimos instantes de su vida.
La ciencia política moderna ha señalado como necesaria la existencia en la clase política de “una cordialidad de relaciones personales que va desde la cortesía a la camaradería” (Prelot). Se alcanza así un nivel de lealtad y estima mutuas por el cual quienes se saben adversarios en la política mantienen una auténtica amistad en lo privado.
Escandaliza ver esos rostros que expresan tensión cada vez que mencionan el nombre del adversario o el encastillamiento en posiciones que solo se fundan en el amor propio, ajeno a cualquier consideración del bien común.
II. La necesidad de olvidar
Todavía se pueden escuchar en Youtube las palabras de un anciano Azorín que afirmaba: “si no se olvida el agravio no se puede hacer nada ni en literatura ni en política. Olvidar es lo supremo. Lo más delicado que puede hacer un hombre”.
Olvidar es el comienzo para recuperar al otro para una tarea común. Es la consecuencia inmediata de la comprensión. Va más allá de un no traer al recuerdo agravios pasados. Se trata de estar dispuestos a “cabalgar juntos” otra vez.
Esto no tiene nada que ver con dejar de perseguir conductas criminales o no pedir las responsabilidades políticas que sea preciso exigir. Se trata sencillamente de recuperar al otro en su dignidad radical. En no mantener un juicio definitivo sobre alguien, que puede cambiar; un juicio que podría ser objetivamente injusto.
“Volver a empezar” debería ser lo propio de quien pretende ser gobernante. Reconocer la capacidad de cambio en el adversario sin necesidad de su exterminio político.
Y esto que vale para los políticos es igualmente necesario para los pueblos. Y más que olvidar, perdonar. Esto no es sólo una exigencia moral sino una necesidad objetiva para el funcionamiento correcto de cualquier sociedad. Compaginar la historia verdadera con el perdón es un arte que los políticos deberían dominar.
III. La moderación
También pertenecen a Azorín estas frases que pueden encontrase recuperadas por los nuevos medios: “Si me pidieran una línea de conducta yo se la daría con un refrán sacado de un refranero español. De un libro del siglo XVI: Id por el medio y no rebléis. ¿Que quiere esto decir? Templanza, moderación, tolerancia”.
Yo diría que los caminos de la izquierda, los de a derecha y los del centro deben ser transitados siempre por el político con moderación, con templanza, con tolerancia. Estas actitudes son necesarias cuando se comprende que los problemas políticos admiten soluciones diversas cuya defensa es siempre legítima si se atemperan a las exigencias del bien común y a la dignidad de la persona.
La moderación es la consecuencia del hacerse cargo de la complejidad de la vida social que puede ser analizada desde puntos de vista muy diferentes. La moderación está en la entraña misma del constitucionalismo, como veía Montesquieu. Sin moderación no puede haber Constitución.
Templanza y moderación son necesarias para la existencia del estado social que quedaría aniquilado, en el caso contrario, al ser incapaz de satisfacer todas la necesidades sociales. Sin moderación y templanza tampoco puede haber un uso adecuado del poder público que se haría autoritario y aún más, despótico, al convertirse en arbitrario.
Sin duda convienen al político todas las cualidades morales que admiramos en el hombre común. Pero en estas circunstancias quizás sea oportuno hacer hincapié en las que propongo.
*** Juan Andrés Muñoz Arnau es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de La Rioja.