La propuesta que hizo Albert Rivera para limitar los mandatos es buena, pero no debe circunscribirse solo a los representantes de la soberanía. Es un espíritu general que debe animar a las instituciones, sí, y también a los partidos políticos, que son canales de transmisión de las demandas populares, constitucionalizados, y que viven del presupuesto público. Toda organización política que viva del dinero de todos y que aspire al poder, como es Ciudadanos, debe someterse al mismo espíritu que predica. Es una cuestión de coherencia, de eficacia en la creación de ese espíritu regenerador, y un viejo tema de la historia política y del pensamiento occidental.
La idea de limitar los mandatos en cargos públicos es loable. El espíritu que la anima es la renovación de la vida política con el cambio de personas, y evitar en la medida de lo posible la corrupción económica, política y organizativa que supone patrimonializar los puestos de dirección. Es más; esa medida es la prueba de que un régimen está abierto a las nuevas generaciones y a la sociedad. Por eso en el mundo anglosajón existen la norma y la tradición de limitar los mandatos como manera de evitar aquello que John Locke en el XVII llamaba “la arbitrariedad del poder”. Así, cuando un candidato pierde las elecciones o agota su tiempo en el gobierno, se va.
La sociedad debe creer que sus políticos son temporales, no personas que acceden al cargo para tener una profesión
El proyecto regenerador de Ciudadanos pasa, por tanto, por recrear aquí ese espíritu general democrático, el clásico republicanismo cívico. La sociedad debe creer que sus políticos son temporales, amovibles, y servidores públicos, no personas que acceden al cargo para tener una profesión, sueldo e influencia eternas que de otra manera no podrían ni soñar. En el fondo es una cultura política democrática. Por tanto, no debe limitarse al desempeño de cargos públicos, como ministros, diputados y concejales; es una norma que debe ser aplicada en los partidos que las exigen y que se financian con dinero público.
Es una cuestión de coherencia y eficacia para la transmisión de dicho espíritu porque, según el art. 6 de la Constitución, los partidos se consideran expresión del “pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”. Y luego nuestra Carga Magna añade: “Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”. Si consideramos que la regeneración democrática pasa por la limitación de los mandatos, esto debe ocurrir también en los partidos que, como Ciudadanos, la predican.
El problema es que los partidos políticos funcionen con reglas menos democráticas que las que exigen al régimen
¿Qué pasa si no es así? ¿Qué ocurre si los partidos que inundan su discurso de postulados democráticos y limitación del poder, no los practican? El ruso Moisei Ostrogorski escribió hace más de cien años La democracia y los partidos políticos, fundamental para explicar las crisis y quiebras de los regímenes democráticos desde 1918. La crítica era que los partidos funcionaban con reglas menos democráticas que las que exigían al régimen, estableciéndose la “tiranía” de grupos permanentes.
Ostrogorski señalaba como solución la movilidad de y en los partidos, y revitalizar las organizaciones para evitar esa arbitrariedad; en definitiva, limitar las cúpulas partidistas y sus mandatos. En realidad proponía la coherencia entre el espíritu general democrático y el funcionamiento interno de los partidos.
Según Michels, si los líderes se perpetúan, la democracia se convierte en una oligarquía sin renovación ni control
Robert Michels dio una vuelta de tuerca al análisis de Ostrogorski, y explicó por qué los partidos políticos, convertidos en los animadores de las instituciones representativas, no eran democráticos. Lo denominó la “Ley de Hierro de las Oligarquías”.
Aquel alemán socialista vio que su partido vivía en una contradicción: defendía una democratización del régimen que no se aplicaba a sí mismo. El motivo era que toda organización tendía al surgimiento de una oligarquía que monopolizaba el poder. Los dirigentes se convertían en políticos profesionales aferrados al mando como medio de vida. Porque en un principio los líderes surgían “espontáneamente”, decía, pero luego se profesionalizaban, convirtiéndose en inamovibles. De esta manera, la democracia se convertía en una aristocracia, en el mando de una oligarquía, sin renovación ni control, y contradictoria. Esta incoherencia discursiva y práctica aplastaba la democracia.
No quisiéramos que ahora, al poner las bases de una nueva democracia, caigamos en los defectos de la vieja
La pregunta es evidente: ¿Puede existir una regeneración democrática que apueste por la limitación de mandatos cuando sus principales predicadores no la aplican en su partido? Michels decía al respecto que en la vida política “la aristocracia se complace en presentarse con apariencia democrática, en tanto que la sustancia de la democracia se impregna de elementos aristocráticos”. Bastardeado así el espíritu de cambio, se cae en la Ley de Hierro de las Oligarquías.
No quisiéramos que ahora, como dijo el republicano Cristino Martos en la mañana que Amadeo de Saboya huyó de España, al poner las bases de una nueva democracia, caigamos en los defectos de la vieja.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense de Madrid.