Toda historia parece ser cíclica y agitada, además, por una dialéctica política disruptiva. Estamos viviendo un precocinado cambio revolucionario. El mal llamado mundo libre o cautivo se ancla en un cosmos ciber-espacial donde todo parece medido y predeterminado de antemano. El brexit y el trumpismo nos han demostrado que no. A veces, la cifra oculta estadística irrumpe como voluntad popular mayoritaria. Es voraz como un tsunami y es el estandarte, contra todo pronóstico, de un pueblo desamparado bramando, al unísono, por una nueva sociedad.
No esperaba que partidos populistas alcanzasen el vigor que tienen intramuros de la Unión Europea. Lo que sí es innegable es que en el depauperado sur campa -mayormente de la mano de la crisis económica- un populismo de izquierdas: Syriza en Grecia, y Podemos serían su claro ejemplo. En el norte, más proteico en términos de bienestar, mandan sus hermanísimos de derechas: UKIP británico; el polaco Ley y Justicia; Fidesz húngaro o el Partido por la Libertad austríaco, por citarse algunos. Aquí, en los norteños, la inmigración y la antiglobalización son su cánido famélico.
En ese delirio mesiánico y nihilista el nacionalismo, eventualmente impetrado en la derecha, o, el control de economía patria en la izquierda (denostada por el miedo a la globalización) juegan sus bazas en pos de su único fin: el asalto al poder a cualquier precio. No hay un sustento ideológico, sino el pueblo contra alguien. Da igual el enemigo. Lo importante es haber nacido en una etno-cultura identitaria. Con eso basta. Todo vale a la hora de lanzar saetas. Las dianas serían: la troika comunitaria, nacional, municipal o supranacional; las multinacionales; los refugiados y flujos migratorios; el endeudamiento externo y un largo etcétera. Solamente hay eslóganes que, a modo de centrifugadora dentada, triturarían todo.
Los populismos carecen de programa, de lo contrario vivirían en el esperpento del incumplimiento de sus promesas
Carecen, dígase ya, los malqueridos extremistas norteños y sureños de programa porque, si lo hubiera, vivirían en el esperpento cotidiano del incumplimiento de sus promesas preelectorales. En otras palabras, cohabitarían dentro de su propio autocontrol. Esa ausencia de ideario es el atajo al poder facilón con erosión, si hace falta, de constituciones e instituciones verdaderamente democráticas.
En el caso transatlántico de Trump nos hallaríamos -si no demuestra lo contrario programáticamente- con otro triunfo populista. Vence la derecha alternativa (alt right) frente a la oportunista Clinton (carpetbagger) embalsamada dentro de la oligarquía política de Washington D.C. Las castas han cambiado pero siempre existirá un clasismo dirigente. Da igual el collar que se le ponga: el perro multicolor va a morder rabiosamente igual. Lo único que muda es el clientelismo favorecido. Hitler, Mussolini y Stalin siempre fueron, no nos engañemos, lo mismo.
En el siglo XX las condenas de estos totalitarismos provinieron de resortes débiles como, por nombrarse a alguien, el Papa Pío XI quien dictó, exclusivamente en el plano doctrinal, varias encíclicas: en 1931 aparecieron la Quadragesimo anno (capitalismo y lucha de clases) y la Non abbiamo bisogno (fascismo italiano). En 1937 la Divini Redemptoris (contra el comunismo) y, a la par, contra el nacionalsocialismo, la ídem intitulada Mit brennender Sorge. El problema es que nunca las ejecutó y aplicó. Murió antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial y sus obras no le sobrevivieron.
Sin duda, en el siglo XXI debería imperar el juego de contrapesos de la mismísima separación de poderes
El universo nacido tras la segunda posguerra con el sustento de sus Tratados Internacionales (como, por ejemplo, la Declaración Universal de Derechos Humanos) está siendo revisado. No podemos vivir en el blanco y negro del papel pretérito. Es cierto hay que progresar. Yo sueño, dentro de esa progresía, con que sus autores, próceres y líderes revisionistas (como quieran proclamarse) sigan los procesos constituyentes de los Estados democráticos y sus Ordenamientos Jurídicos. Anhelo que esos auditores civiles no sean, finalmente, esos prosistas de populismo extremista, mentiroso y totalitario que, volviendo a 1945, serían serios candidatos a estar sentados en la Sala 600 de los Juicios de Núremberg. Da igual que porten camisa izquierdista o derechista: el crimen no conoce de policromía.
En el siglo XXI, debe imperar, sin duda, el juego de contrapesos de la mismísima separación de poderes. Ha de recordarse la existencia de fronteras y muros a esos poderes emergidos y ya, tristemente, dirigentes. Parece que la brújula señalaría al pragmatismo de la realpolitik. Ojalá imperase, en su contra, la latitud de los activistas abanderados de la libertad pública y privada; la libertad de empresa y mercado; una reforma laboral digna con el trabajador; ayudas sociales; el juego limpio; la verdadera solidaridad humanista; la legalidad y los derechos fundamentales. Sabemos que ese decálogo se quedaría, a ojos de los nuevos profetas de la política, en el primer círculo del Infierno de Dante: el limbo.
¿No será tiempo del Poder Judicial como árbitro en España? Parece, dígase ya, que nuestra Constitución pierde tanto ante los corruptos larvados en el desconectado bipartidismo regente (PP y PSOE), como con los iluminados de los nacionalismos de arrabal (procés, incluido). Ganan penosamente esos poderes constituyentes de pantomima. No tienen, ni siquiera, el apoyo de mayorías legitimadoras. Esto les da igual. Lo vital es el espejismo para masas: el nuevo fútbol.
La historia ya no es occidentalmente lineal: involucionamos, de ciudadanos sufragistas al salvajismo anterior
No evocan estas líneas un abrazo efervescente a la anarquía. Aunque visto el panorama, se me adivinaría como imposible antídoto. Solamente consigno un aviso orwelliano para que, con nuestros votos, no seamos cómplices de los innovadores e incestuosos tiranos. Me veo viviendo, los próximos lustros, en la Habitación 101 del ficticio Ministerio del Amor de esa novela distópica intitulada: 1984. Todos mis miedos más profundos -por fin gracias al populismo y sus opiáceos- se hacen realidad como mi método de tortura física y moral.
La historia ya ha dejado de ser occidentalmente lineal: involucionamos, como ciudadanos sufragistas, hacia el salvajismo anterior. Hacia el feudo de mi amo (si me da trigo, vino y circo, claro). Ante ello el Derecho parece sobrar en esa falacia y entelequia de la cultura del enemigo. ¿No será el momento de algo nuevo de verdad? Siempre nos quedarán, espero, unas sanas e inmediatas elecciones. Queridos lectores y Neo: ¿píldora roja o azul?
*** Jorge Vila Lozano es Abogado y Doctor en Derecho.