La falsa humildad del caudillo
El autor analiza el triunfo de las tesis de Iglesias, que tendrá ahora más poder en Podemos que Rajoy en el PP, y las compara con el nacionalsocialismo.
Las palabras de Pablo Iglesias al conocer su victoria aplastante sobre el errejonismo no dejan lugar a dudas: cuando habla de “unidad y humildad” en realidad está hablando de la implantación del caudillismo. En Vistalegre II se ha consumado la evolución lógica de un partido-movimiento. La “nueva política” era finalmente eso: una organización identificada con un líder intocable, con una militancia rendida y dependiente de él. No pasa solo en Podemos, lo hemos visto también en Ciudadanos. La articulación de la “democracia interna” ha supuesto en la práctica la desaparición o inexistencia de los mecanismos deliberativos y de control, quedando solo una mera elección del caudillo.
Iglesias tendrá ahora más poder en Podemos que Rajoy en el Partido Popular, o lo pueda tener el futuro líder del PSOE. Los partidos tradicionales han quedado en aprendices de la ley de hierro de las oligarquías, frente a la dictadura plebiscitaria que va despuntando en el “partido de la gente”. No sorprende porque es la fase siguiente en el proceso evolutivo de una organización de este tipo.
Comienza siempre siendo, como hemos leído a los mismos Juan Carlos Monedero o a Iñigo Errejón, la canalización de demandas muy distintas de los nuevos movimientos sociales, al que se les señala un único culpable, y se integran sus líderes en la organización única. Luego se verbalizan identidades colectivas diferentes –el pueblo y los privilegiados-, para presentarse como portavoz único del primero. Así se construye, añadiendo una buena dosis de ayuda mediática, un partido-movimiento.
En Podemos, el activismo pasó de ser una pose a una profesión y las luchas internas dieron lugar a un conglomerado de facciones
El siguiente paso es la irrupción electoral y sus consecuencias; es decir, el consiguiente reparto de cargos y presupuestos entre personas que nunca habían trabajado antes o que tenían sueldos mucho más bajos. El activismo pasa de ser una pose a una profesión, y las luchas internas por el despojo de los puestos y sueldos convierte a la organización en un conglomerado de facciones. Es el momento en el que todo el aparato mediático, propagandístico y goebbeliano, actúa de precipitante. Las discrepancias se airean, vuelan los insultos, las purgas, los artículos en medios amigos, y las declaraciones llenas de amenazas y eslóganes. El caos se desata.
Comienza entonces la tercera fase del partido-movimiento, que es el caudillismo. El historiador venezolano Laureano Valleniela apuntaba en 1919, casi de forma completa, que el caudillo es un “gendarme necesario”, el hombre que pone orden en tiempos de caos para cumplir con el objetivo providencial del sujeto colectivo.
Schmitt o Rosenberg defendieron en los 20 que los grandes acontecimientos de la Humanidad eran obra de grandes hombres
Los pensadores alemanes, otra vez, lo definieron mejor: el Führerprinzip. En la década de 1920, escritores, filósofos y juristas, como Carl Schmitt o Alfred Rosenberg, sostuvieron que la democracia liberal había tocado a su fin, y que comenzaba otra era. Manipularon la Historia, crearon un relato alternativo para que cuadrada con la ideología nacionalsocialista, y dijeron que los grandes acontecimientos de la Humanidad eran obra de grandes hombres que encarnaban el verdadero espíritu de su patria. Eran líderes naturales que venían a poner orden en el caos social y político creado por la injusticia. El Führer (“líder” en alemán) era el único intérprete de la voluntad de pueblo, y el partido se constituía en el transmisor bidireccional entre el Jefe y su pueblo.
La pirámide de poder marcará el discurso y la acción política, lo que se traducirá en más retórica del odio y presencia callejera
Las votaciones de Vistalegre II y el documento de organización dan a Iglesias, como señalé, un poder inédito en un partido político español. El texto tiene un título que define perfectamente la intención: “Mandar obedeciendo”; esto es, que el caudillo ordenará siguiendo las voces de la gente –pura jerga populista-. El secretario general podrá tomar decisiones sin necesidad de consultar al Consejo Ciudadano, y convocará la Asamblea Ciudadana y referendos a su arbitrio, como en una dictadura plebiscitaria. Con una militancia a sus pies, su mandato será incontestable. La pirámide de poder será faraónica: marcará el discurso y la acción política; lo que se traducirá en más retórica del odio y más presencia callejera, al tiempo que querrá superar al PSOE sin colaborar con ellos, como intentó Julio Anguita con IU.
El partido-movimiento solo funciona sobre el caudillismo, la cesión de los poderes al Führer, la abdicación de la soberanía, y el regalo de la voluntad. Podemos se ha estado preparando para esto: el culto al líder desde el primer logotipo, las declaraciones sobre su carácter indispensable, las retractaciones a las críticas –como la vergonzosa del cabecilla podemita valenciano cuando lo comparó con Franco-, hasta el temor de Iñigo Errejón de enfrentarse a Iglesias por la Secretaría General. Ha sido un proceso largo, buen hijo de las tácticas goebbelianas, que sacralizaban la figura del caudillo por encima de las siglas, la organización, los círculos o los programas.
“¿Quién puede dirigir Podemos mejor que su líder y tomar las decisiones más adecuadas para “la gente”?”, se habrán preguntado. Esa cuestión ya se la hizo el nacionalsocialista Hans Frank: “¿Cuál es nuestra Constitución? Nuestra constitución es la voluntad del Führer”. ¿Humildad? A estas alturas de la construcción social-populista, ninguna.