Mi abuela sopló las velas el 11M
Sentía cada asesinato en sus entrañas: ETA había matado a su marido, mi abuelo, hacía 28 años. Convirtió su cumpleaños del 11 de marzo de 2004 en una lección de vida.
Despertador, ducha y un tazón de cereales; la rutina de un día de colegio. Habían dado las ocho. “Ay, qué sueño”, y me desperecé al saludar a mi madre. Encendió la radio. “Nos llegan noticias desde Atocha”. El locutor, no recuerdo de qué emisora, hablaba precipitado. “Muertos” y “atentado”, acertó a decir. Esas palabras me hicieron pensar en mi abuela, que sentía cada zarpazo terrorista en su piel; veía a las víctimas desde sus entrañas, desde el dolor que a ella misma la desgarraba.
Eran más las dudas que las certezas. Cogí la mochila y enfilé el camino hasta El Pilar.
Ya en clase comenté con mis compañeros las pocas noticias que teníamos. Algunos ni siquiera se habían enterado. Mirábamos nerviosos ante las ausencias y nos alegrábamos cuando veíamos aparecer por la puerta a otros alumnos que habitualmente viajaban en tren.
Llegó el profesor, Iñaki, que daba Historia. No dimos clase. Debatimos: ¿ETA o Al Qaeda? Era la pregunta que comenzaba a fraguarse en la sociedad y también entre nosotros, colegiales de 16 años.
Qué más daba entonces. Yo seguía pensando en mi abuela. Era el día de su cumpleaños. Habíamos quedado en celebrarlo esa tarde en su casa. ¿Cómo estaría? Me la imaginé abatida. Seguro que recordaba aquel 4 de octubre, en el 76, en el que los terroristas acribillaron a balazos el coche de su marido, mi abuelo Juanmari, a la puerta de casa, en la donostiarra Avenida de España –hoy se llama 'de la Libertad'-. Era la hora de comer. Mi padre, mis tíos y mi abuela lo escucharon desde casa. Y, “ay, qué habrá pasado”. Quizá alguno lo sospechó.
Todavía vivía. Dos de mis tíos lo montaron en un coche y lo llevaron al hospital. No sobrevivió al quirófano. Tampoco pudieron salvar la vida de su chófer, José María Elícegui, ni la de sus escoltas, Alfredo García, Luis Francisco Sanz y Antonio Palomo; mi abuelo tenía protección por las amenazas que le rondaban desde que se desempeñaba como diputado, presidente de Guipúzcoa y Consejero del Reino. Una asfixia permanente que estalló con aquella ráfaga de cien balas. Mi abuela quedó viuda, con una mano delante y otra detrás, con nueve hijos a los que criar.
Los altavoces del colegio escupieron aquel ruido enlatado de campanas: era la hora del recreo. De forma espontánea, nos sentamos en silencio. Nos dolían las noticias, “decenas de muertos”. Me encogía pensando en mi abuela. Por entonces empezaba a darme cuenta de todo lo que mi familia había luchado para que nosotros creciésemos en paz y lejos del odio. Y en mi hermano, voluntario del SAMUR, y en todo lo que tendría que estar viendo entre aquella maraña de hierros y angustias de Atocha. ¿Sería fuerte para soportarlo? “Seguro que sí, por algo se llama Juanmari, como mi abuelo”.
Pasaron las horas, salí del colegio y me fui directo a casa de mi abuela. Allí estaba, en su sillón azul y con sus 84 años a las espaldas. Sabía que había rezado, como siempre hacía, para que los que sufrían encontrasen algo de luz y fuerza. Y que por dentro había llorado cataratas. Por dentro, junto al luto que arrastraba desde la ausencia de mi abuelo.
Por fuera sonreía. Nos besó a cada uno de nosotros, nos preguntó cómo nos había ido el día.
- Bien, abuela. ¿Y a ti?
- Bien, bien.
Fingió sorpresa cuando trajimos la tarta. Luchaba para que sus hijos, y ahora sus nietos, viésemos que la esperanza puede más que la desesperación. Se armó de valor, cogió aire y sopló las velas.
*** Gonzalo Araluce es periodista de EL ESPAÑOL.