Empezaré contando una anécdota. La anécdota tiene como protagonista a Carlos Barral, y quien me la contó fue Josep Maria Triginer, el primer secretario de la Federación Catalana del PSOE que capitaneó el sacrificio de su propio partido en las aras del PSC.
Sucedió en 1977, al inicio de la Transición, cuando se estaban preparando las listas de la candidatura del partido Socialistes de Catalunya —la coalición que fue semilla del PSC— a las elecciones generales. En la primera versión de esa lista, como número 3 tras Joan Reventós y el propio Triginer, aparecía el nombre del prestigioso poeta y editor Barral. La elección parecía perfecta: una tripleta con el líder del PSC-Congrés, el líder del PSOE catalán y un representante de la cultura catalana más universal, comprometido con la política de izquierda. No obstante, Barral desapareció de la lista de un día para otro. Sorprendido, Triginer preguntó por la causa y Reventós adujo problemas de salud del poeta. Pero más tarde Triginer habló con la hija del susodicho y esta lo tranquilizó, diciéndole que no se preocupase, que su padre estaba como una rosa, y que lo que sucedía es que Reventós lo había pensado mejor y había decidido que, colocando en una posición tan destacada a un escritor catalán en lengua castellana, se iba a dar a la sociedad catalana un «mensaje» inconveniente.
El mensaje de que no se puede hacer política en Cataluña sin asumir el credo catalanista ya había calado
Años después Barral sí iría en las listas para el Senado, e incluso un cordobés llegaría a la presidencia de la Generalitat. Para entonces el catalanismo podía bajar la guardia. Ya no había peligro: el «mensaje» conveniente, ese que afirmaba que no se puede hacer política en Cataluña si no se asume el credo del catalanismo, ya había calado hasta los huesos a la sociedad y el monopolio de la representación política estaba atado y bien atado.
De esta anécdota puede sacarse una primera conclusión muy interesante: si el «techo de cristal» funcionó para descartar a alguien de la categoría de Carlos Barral, figura emblemática de la cultura catalana y, por añadidura, amigo de infancia de Reventós, ¿qué no supondría para los humildes militantes de base? Este hurto del sufragio pasivo —o sea, esta barrera que impedía ser elegido a quien no comulgase con el catalanismo— es el pecado original de la política catalana que tantos desajustes ha causado entre la política y la realidad.
La desigualdad entre catalanohablantes y castellanohablantes pasó a tener «fundamentos académicos»
Pero la anécdota da más de sí si la elevamos a categoría: ese «techo de cristal» no operó sólo en política, sino en todos los ámbitos de la realidad cotidiana. El acceso a una administración sobredimensionada, y al tejido cultural, social y empresarial dependiente de ella, o al cerrado y homogéneo mundillo de los medios de comunicación, por poner solo unos ejemplos, se vieron seriamente condicionados. Pronto, con el triunfo de la «escola catalana» —la menos integradora de todos los países de la OCDE según informes PISA—, se reforzó ese condicionamiento, pues la desigualdad profesional y social entre la población catalanohablante y castellanohablante pasó a tener «fundamentos académicos»: la comunidad castellanohablante fracasa el doble que la comunidad que puede estudiar en su lengua materna, y ello en todos los casos, es decir, con independencia de cuál sea su extracción social. O sea, «primer, els de casa».
Llegado a este punto cabe preguntarse: ¿a nadie de entre la izquierda se le ocurrió pensar que la obligación de una política progresista es quitar las losas que impiden levantar la cabeza a los más desfavorecidos, y no cargarlos con más lastre? ¿Nadie pensó que si una palabra define a la izquierda esta es la de «emancipación», que significa lo contrario que «sumisión»?
Ser de izquierdas supone no aceptar -querer cambiar- las condiciones que limitan a los seres humanos
Con tantos términos discutibles y discutidos, con tanta posverdad, a veces uno pierde de vista el verdadero sentido de las palabras. Ser de izquierdas supone no aceptar de buen grado —y por ende querer cambiar— las condiciones que limitan a los seres humanos. Siempre nos condicionará haber nacido en un determinado país, con una determinada raza, lengua o cultura, en una determinada familia o clase social, con un determinado sexo u orientación sexual o unas limitaciones físicas o psíquicas. La vida es así de injusta. Pero mientras que un conservador tenderá a pensar que «la vida es así», un progresista luchará para que cualquiera de esos hándicaps sea lo menos determinante posible, para que cualquier persona nacida con las condiciones menos afortunadas pueda desarrollar su proyecto de «buena vida».
Esto es lo opuesto a lo que ha hecho la izquierda catalana al someterse al catalanismo, la ideología que ha operado como uno de los principales factores de dominación en Cataluña, con una hegemonía cultural, política y social incontestable. La comunidad castellanoahablante, compuesta por los millones de desplazados en sucesivas oleadas desde otras partes de España —reveladoramente llamados «inmigrantes» en Cataluña sin que nadie se lleve las manos a la cabeza— no ha tenido en la izquierda catalana una herramienta que les ayude a emanciparse de esa desigualdad de condiciones. Todo lo contrario.
La izquierda catalana ha centrado su actuación en adoctrinar en el catalanismo a los castellanohablantes
Enfrentados a una sociedad con ciudadanos de primera y de segunda, la izquierda catalana ha centrado su actuación no en levantar la barrera del catalanismo, no en hacer añicos ese techo de cristal, sino en diseñar procesos de adoctrinamiento e ingeniería social para ayudar a saltar esa barrera a la comunidad castellanohablante, y con muy poco éxito, por cierto, como demuestra el fracaso escolar antes citado, entre muchos otros indicadores.
Mas esta solución es tan poco emancipadora, tan poco de izquierdas, como sería tratar de convertir a los creyentes de la religión «equivocada» en un país con religión oficial exclusiva y excluyente, o como sería proponer la reeducación sexual de las personas con orientación sexual «equivocada» en los países donde la homosexualidad fuese considerada una desviación punible, en lugar de defender la libertad, la tolerancia y la igualdad de derechos en todos los casos.
Defender el catalanismo y apostar por la emancipación es una contradicción constatable
Ahora que las ideas tóxicas del catalanismo han contagiado a algunos sectores del PSOE, que paradójicamente se quieren ver a sí mismos como «los más progresistas», es pertinente recordar que la incompatibilidad entre la izquierda y el catalanismo va más allá de la consabida contradicción entre el internacionalismo y el particularismo. El internacionalismo expresado en el lema «¡Proletarios de todos los países, uníos!» —ironía ciertamente sangrante en boca de un nacionalista como Josep Maria Álvarez, actual líder de la UGT— no deja de ser, a fin de cuentas, una desiderata pocas veces concretada en la historia. Sin embargo, la grave contradicción señalada entre defender el catalanismo y apostar por la emancipación es algo perfectamente constatable en nuestro día a día. Es a levantar losas, a liberar de condiciones, a lo que debe aspirar la izquierda, no a extender la sumisión —a la cultura y la lengua de los «propietarios» del lugar— que predica el catalanismo.
***Pedro Gómez Carrizo es presidente de la plataforma Pro FSC-PSOE.