Que Luis Eduardo Aute, aconsejado por Silvio Rodríguez, pasara varias semanas en una clínica privada cubana que cuesta 12.000 euros al mes, no parece en consonancia con la ideología comunista de ambos. Conocí a Aute hará unos trece años: yo era socio de una editorial independiente de Castellón, Ellago Ediciones, y le publicamos Un perro llamado Dolor, una adaptación de la película homónima del cantautor con más de 250 ilustraciones. Vino un par de veces a Castellón a presentarlo y lo firmó un año en nuestra caseta de la Feria del Libro madrileña. Me pareció muy humano. Conversando en el Paseo de Coches del Retiro, al abrigo de árboles, flores y libros, me afeó que le usteara (¿qué sabía yo del tratamiento que merece un dios?). A Silvio Rodríguez le publicamos una antología de sus canciones. Sin embargo, nunca le conocí porque, para venir a España, exigía que le pagásemos a él y a su familia billetes de avión de primera clase.
Las contradicciones humanizan a nuestros dioses: en una casa de fulanas francesas del Barrio de las Letras, había una tan famosa que cogías número y esperabas en la cola. Al periodista Díaz-Cañabate se le acercó un señor mayor: “Oiga, pollo, ¿qué número tiene usted? El siete. ¿No le importaría cambiármelo? Mi chapa es la 49 y llevo mucha prisa”. Era Ramón y Cajal. El día que murió don Santiago las meretrices pusieron crespones negros en los balcones del barrio.
En Más que unas memorias, cuenta Ramón Tamames que un hombre entró en un burdel y le preguntó a la madama por Lupita, su fulana favorita: “Está ocupada”. “¿Y Fanny?”. “También está con un cliente”. Después de recibir cinco nuevas negativas: “Pero bueno, ¿qué pasa hoy en esta casa?”. “Pues nada de particular, que ha venido don José María, se ha ido a la habitación grande con las siete, ha estado con ellas tres horas… y luego han encargado una paella al restaurante Riscal… y ahora se la están comiendo todos juntos”. Era José María Ruiz Gallardón, futuro diputado, por aquel entonces perteneciente a la Asociación Católica de Propagandistas.
Zola, que defendió a Dreyfus, no quiso firmar el manifiesto de apoyo a Oscar Wilde, condenado por homosexual
Conversando en Madrid con Salvador Pániker, Tierno Galván aseguró: “Puesto que es moralmente contradictorio el que yo vaya a un teatro muy caro o que me compre un abrigo muy caro, y, al mismo tiempo sea socialista, pues no voy al teatro”. El Viejo Profesor murió en la habitación 417 de la clínica Ruber de Madrid, que parece una suite: cincuenta metros cuadrados, sala de estar y dos baños. En la 417 había muerto también Tyrone Power y acabaría muriendo Francis Bacon. Agnóstico, Tierno pidió la extremaunción en su lecho de muerte.
Lo que más humaniza es ver de cerca la muerte y la belleza, pero cada persona esconde infinitas paradojas: Zola ha pasado a la historia por su defensa, contra viento y marea, del judío Dreyfus; el mismo Zola que no quiso firmar el manifiesto de apoyo a Oscar Wilde (condenado a dos años de cárcel por homosexual). Asomado a un balcón de los Campos Elíseos, poco antes de que los nazis violaran París, Pío Baroja no entendía por qué aquella ciudad se había agitado tanto por la suerte de un solo judío, y ahora, cuando parecían sentenciados a morir todos los judíos del mundo, permanecía impasible. Hacía dos años que don Pío había publicado Comunistas, judíos y demás ralea. Recién acabada nuestra guerra, asomado a otro balcón -el del Ayuntamiento de Valencia-, Jacinto Benavente quería hacer olvidar una fotografía en la que aparecía con el puño cerrado: “Tres años fingiendo… ¡por algo soy comediante!”.
Ramón y Cajal se lamentaba de que sus contradicciones no fueran mayores; no creía en la pureza humana. Los viejos instintos siempre impiden alcanzar la utopía del hombre nuevo. El día de la Inmaculada, paseando con el alcalde de una ciudad de provincias, el político conservador Abilio Calderón vio un cartel azul: “Bienaventurada sea tu pureza”. “Hombre, alcalde, muchas gracias, pero no es para tanto”.
Fellini muestra en 'Ocho y medio' cómo entran en la vida de unos niños los sentimientos de culpa y pecado
La pureza nunca es para tanto, salvo en los niños. En Ocho y Medio, la película de Fellini, hay una escena en una playa con ruinas de fortificaciones de la Segunda Guerra Mundial: unos niños pagan a una mujer voluminosa y desaliñada para que baile. Mientras ella baila la rumba, ellos saltan y aplauden felices, inocentes. Se hace pedazos la magia cuando aparecen dos curas en la arena, airados, llevándose a uno de los niños: “Avergüénzate… Es un pecado mortal… ¿Pero no sabes que la Saraghina es el diablo?”. El niño no sabía que aquella mujer era una prostituta, y de esa manera tan absurda entraron en su vida el pecado y la culpa.
La mañana del 31 de octubre de 1956, Camilo José Cela, después de haber llevado a hombros el ataúd de Baroja, se lavó las manos porque la caja desteñía. Los gramos que perdemos al morir quizá sean el peso de nuestras contradicciones, que acaban manchando la última morada.
Decía Aute que hay que juzgar menos y jugar más; me voy a jugar con mi hijo de dos años, intentando ver el mundo a través de sus ojos puros.
*** José Blasco del Álamo es periodista y escritor.