La reivindicación de la independencia de Cataluña, al convertirse en una declaración de derechos "soberanos" y rivales a la soberanía de España, ha provocado una crisis constitucional de primer orden. Solo hay una soberanía explícitamente reconocida en el artículo 1 de la Constitución Española, a saber, "la soberanía nacional", que "reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado".
La soberanía es un invento de la Edad Moderna para justificar el hecho de que un grupo muy selecto de personas ejerza poder político sobre la mayoría de sus conciudadanos en un territorio extendido. Según esto, el pueblo como tal es "soberano" y tiene derecho, supuestamente, a transferir su propia soberanía a un gobierno popular. Así nace el concepto de Estado-nación moderno.
Esta narrativa es sencilla y fácil de comprender, al menos a efectos prácticos. Pero a fin de cuentas es una construcción mítica que choca con la realidad y genera dinámicas perversas en la vida política, incluyendo los conflictos que estamos viviendo desde hace muchos años no solo entre el Estado español y sus comunidades autónomas, sino dentro de las mismas comunidades autónomas de España.
Lo que se denomina como "pueblo" tiene un impacto mínimo en las actividades diarias de un gobierno nacional o regional
El mito del pueblo soberano es negado diariamente no solo por la obvia diversidad de intereses y culturas que caracteriza a una población moderna, sino también por el hecho de que el pueblo en sí tiene un impacto mínimo en las actividades diarias de un gobierno, sea nacional o regional. Sin embargo, esta ficción es parte integral de nuestro discurso político, generando una rivalidad interminable entre los gobiernos y partidos para monopolizar el poder público en nombre del "pueblo soberano", junto con todos los símbolos que puedan legitimar ese monopolio (cultura, lengua, bandera y demás).
En un país como España, marcado por enormes diferencias culturales, morales, económicas y políticas, es muy difícil sostener que un gobierno, sea en el nivel nacional o en el autonómico, hable en todo momento en nombre de su "pueblo" entero. Inevitablemente, surgen minorías dentro del "pueblo” que no se identifican con la narrativa colectiva, o que comienzan a formular una narrativa alternativa.
Diversas narrativas colectivas son irreconciliables dentro de la lógica del poder soberano, que es, por definición, totalizante. O lo posees o no lo posees. No hay término medio. No es un concepto moderado. Como muestra la historia, es una trasferencia de un concepto teológico, la soberanía de Dios, rey del Universo. Los reyes absolutistas emplearon el concepto de soberanía bajo la pretensión de actuar como representantes de Dios en la Tierra, como hombres que participaban de modo tangible en la soberanía divina. Los parlamentos europeos y norteamericanos asumieron esa soberanía pero no la atribuían al rey, sino al pueblo.
¿Quién es soberano y quién no? En teoría podemos atribuir la soberanía al "pueblo", pero, ¿a qué pueblo exactamente?
Si pensamos en el poder político en términos de soberanía, necesariamente pensamos en términos excluyentes y absolutistas. ¿Quién es soberano y quién no? En teoría podemos atribuir la soberanía al "pueblo", pero, ¿a qué pueblo exactamente? Si decimos "el pueblo español", entonces una coalición mayoritaria de ese territorio puede vetar permanentemente las aspiraciones y el desarrollo de grupos minoritarios en su propio seno, dictando el futuro de todos sus miembros unilateralmente. Eso se convierte tarde o temprano en la tiranía de la mayoría.
Si decimos "el pueblo de Cataluña", o "el pueblo de Euskadi", afrontamos exactamente el mismo problema. Como atestiguarán muchos ciudadanos tanto de Cataluña como del País Vasco, la soberanía regional también es una receta para la tiranía de la mayoría.
Necesitamos, pues, otra manera de concebir el poder político, que no sea tan excluyente y absolutista y que no justifique la opresión de ciudadanos no conformes en todos los aspectos con la narrativa oficial de la banda que gobierna. Necesitamos encontrar una manera de concebir el poder político que no implique un monopolio estatal sobre cultura, arte y lengua en nombre del "pueblo".
Ninguna región de España es un bloque homogéneo en el nivel cultural y social ni la autoridad política es soberana
Un buen comienzo podría ser el reconocimiento de dos hechos sociales: primero, que ninguna región de España, sin hablar del país entero, es un bloque homogéneo en el nivel cultural y social; y segundo, que en la práctica, diga lo que diga la Constitución, la autoridad política nunca es estrictamente "soberana", sino parcial, limitada, y compartida con otras instituciones sociales. Una vez reconocidos estos dos hechos, abrimos la puerta a otro estilo de política, pluricultural, plurinacional y participativa.
Esto no es un sueño vano, sino la única salida viable a la crisis actual. Aplicando el principio de subsidiariedad, deberíamos abandonar las pretensiones absolutistas de la soberanía popular a favor de una mayor autonomía local, para que los ciudadanos puedan colaborar entre sí en una escala más humana y humanizadora, para resolver los problemas concretos que les atañen, sin pretender que sus soluciones sean válidas para todos los ciudadanos de Cataluña, de España, o de Andalucía. Por ejemplo, un pueblo del norte de Navarra podría ofrecer educación en euskera sin sentirse obligado a imponer este idioma a todos los navarros; o un empresario catalán podría hacer sus negocios en su lengua materna sin penalizar a inmigrantes que solo hablan castellano.
La reforma de nuestras estructuras y discursos políticos es una estricta necesidad para no desmontar España
Si se flexibilizaran las estructuras gubernamentales, con un federalismo auténticamente subsidiario, las diferencias culturales y políticas no se aplastarían necesariamente dentro de una narrativa excluyente, sea en el nivel nacional o en el autonómico, sino que darían pie a una auténtica diversidad y experimentación en el nivel local.
Claramente ese tipo de descentralización implicaría una tremenda pérdida de poder simbólico y económico por parte del Gobierno español y también por parte de los gobiernos regionales. Por eso, el impulso para un federalismo tan radical tendría que venir principalmente de movimientos grassroots, es decir de ciudadanos ordinarios, no del establishment político.
De todas maneras, la reforma de nuestras estructuras y discursos políticos ya no es un lujo, sino una estricta necesidad. Si no tomamos medidas políticas y constitucionales para permitir la diversificación local y la convivencia pacífica de poderes no soberanos, corremos el riesgo de desmontar el cuadro constitucional de España y de no disponer de una solución viable.
*** David Thunder es Doctor en Ciencias Políticas e investigador Ramón y Cajal.