El borrón del PP sobre la memoria de Miguel Ángel Blanco
Sí. Hace 20 años, cuando julio avanzaba inexorable y Miguel Ángel Blanco reposaba ya en su tumba acompañado solamente por las baquetas de su batería, Carlos Iturgaiz visitó a la familia del concejal asesinado. El piso de los Blanco Garrido en Ermua, situado en la calle Iparraguirre, nombre del poeta que compuso el himno al Árbol de Guernica, era pequeño. Apenas 80 metros cuadrados. Había tanto dolor dentro que solo cabían los amigos. Y uno de ellos era el líder del PP del País Vasco, Carlos Iturgaiz. En enero de 1995, había firmado el carné de Miguel Ángel Blanco como militante del Partido Popular vasco con el número 3.322.
Iturgaiz tenía algo que decirle a la madre del hijo de todos, a su querida Consuelo Garrido: “Chelo, lo he estado hablando con Lorena y hemos decidido poner Mikel al niño que vamos a tener en agosto, en recuerdo a Miguel Ángel”.
Veinte años después, el Partido Popular ha celebrado diferentes actos en homenaje al concejal que con su muerte involuntaria socavó el final de ETA. La Fundación “Miguel Ángel Blanco”, presidida por Mar Blanco Garrido, diputada del PP por la circunscripción de Madrid, se ha volcado con eficacia y de manera meritoria para que la llama iluminadora de aquel atroz crimen, a cámara lenta, siga viva. Porque, como dijo Cicerón, “el pueblo que no tiene memoria, vuelve a cometer los mismos errores”.
Solo que peor que la desmemoria es la memoria selectiva de tus propios compañeros. Mikel, el hijo de Carlos Iturgaiz, cumplirá en los próximos días 20 años, con su nombre en memoria de Miguel Ángel Blanco. Pero su padre, incomprensiblemente, no fue invitado al gran acto celebrado el pasado 12 de julio en el Teatro Real, en Madrid, en memoria del asesinado.
¿Acaso no se merecía ocupar Iturgaiz uno de los ciento y pico asientos de la sala, cuando fue él quien firmó el carné militante del gran ausente? ¿Acaso no tenía él más méritos que otros participantes como, incluso, María Dolores de Cospedal, secretaria general del PP y ministra de Defensa? (Y no digamos como quien escribe estas líneas, interviniente como autor del libro El hijo de todos). ¿Acaso aquel acto no era en sí mismo un homenaje a todas las víctimas de ETA a través de Miguel Ángel Blanco. Desde luego, Carlos Iturgaiz también es una de las víctimas vivas.
A Carlos Iturgaiz lo mataron varias veces aunque siga vivo. Él, que se mareaba cuando veía sangre, amortajó con su presencia a numerosos compañeros del PP, destrozados por bombas o disparos de ETA. Intentaron asesinarlo en diferentes ocasiones, una de ellas cuando asistía a un homenaje de su compañero de partido Iruretagoyena, enterrado en el cementerio de Zarauz. Los etarras colocaron letales explosivos en los jarrones de una tumba próxima; no estallaron gracias a los inhibidores de los guardaespaldas.
A Iturgaiz también intentaron asesinarlo “civilmente”. Desde la cueva abertzale y nacionalista se propaló una terrible mentira: que había iniciado una relación con la novia de Miguel Ángel Blanco, también llamada Marimar. Meses después de aquella visita en la que Iturgaiz informó a los padres del concejal de Ermua que su hijo se llamaría Mikel, volvió a la calle Iparraguirre para mirar a los ojos a Chelo y decirle que no había cometido tamaño sacrilegio sentimental.
Veinte años después, Carlos Iturgaiz parece haber sido borrado de la memoria oficial del PP. Escribe Arthur Miller en sus imprescindible memorias tituladas Al correr de los años que “lo que asusta de un alemán, y hace que el alemán sea todavía un enigma para muchos extranjeros, es su capacidad de derrumbe moral y psicológica ante una orden de sus superiores”.
A mí me asusta que Carlos Iturgaiz, al que sólo he visto en persona en una ocasión, no haya tenido un lugar de honor en los actos de homenaje a Miguel Ángel Blanco. ¿Por desmemoria? ¿Por una orden de la superioridad?
Carlos, como tantos otros militantes de partidos constitucionalistas como el PP o el PSOE, ha quedado tocado psicológicamente por la acción salvaje de ETA y de sus secuaces: tantos y tantos vascos que conniventemente arroparon a los asesinos o cobardemente miraron hacia otro lado. Seguro que algunas noches sueña con aquellos días en los que convocaba de urgencia a los miembros del Comité Ejecutivo del PPV para explicarles la situación del partido tras el asesinato del último militante popular en el País Vasco.
Su pesadilla pervive en lo que pensaba cuando entraba en la sala donde se reunía como un rebaño la grey de dirigentes populares vascos, miraba a los asistentes y sentía: “¿Quién de estos será el próximo muerto? ¿Acaso seré yo mismo?”.
Aquello pasó y hoy quiero recordar la figura de tipos como Iturgaiz para mantener a mi manera la memoria viva. Este ha sido uno de los dos borrones de los actos en memoria de Miguel Ángel Blanco. El segundo: que ha habido demasiado partidismo, cuando la figura de Blanco pasó de ser el modesto concejal del PP en Ermua a símbolo de la libertad de todos los españoles frente al terror de ETA.
Cicerón habló de las fatales consecuencias para los pueblos de la desmemoria. Pero, también, del silencio cómplice: “Se falta a la verdad tanto con el silencio como con la mentira”. Por esto, hoy, hablo de un personaje que increíblemente sobrevivió al plomo de ETA, Carlos Iturgaiz, el silenciado, del que ya ni los suyos quieren acordarse.
¿La merecida muerte de Blesa?
Sí. Miguel Blesa no pasará a la Historia como uno de los suicidas más notables. Aunque sí podría estar si se hiciera una buena investigación y comprobáramos que su desdichada e inmoral gestión al frente de Caja Madrid condujo a la muerte a muchos pobres ahorradores engañados.
Hizo méritos para descansar en paz quien tanto dolor provocó en el segundo corazón de miles de españoles: el corazón del bolsillo.
Su muerte ha sido menos poética que la de Virginia Wolf o la de Alfonsina Storni. Ni se colmó los bolsillos de piedras para ahogarse –a los sumo, de dinero-, como la inglesa, ni se arrojó desde un precipicio en busca de nuevos poemas, como la argentina. Blesa se llenó el corazón de plomo de un disparo y se precipitó desde el capó del coche hasta caer muerto en una finca de caza.
Al conocer la muerte de Blesa, mi pensamiento circular, más que rectilíneo, me condujo a recordar dos datos sobre el personaje. El primero lo cuenta Aznar en sus Memorias, cuando se jugó a cara o cruz un piso en Logroño con Blesa, al coincidir allí como inspectores de Hacienda. El expresidente lo narra así: “Todo era fácil, era sencillo. Nos pusimos a buscar casa y muy pronto encontramos dos pisos en el mismo edificio en el centro de la ciudad. Uno tenía mejores vistas que el otro. Como Miguel Blesa y su mujer, María José Portela, también estaban buscando piso, decidimos tirar una moneda al aire para ver quién se quedaba con el mejor. Tuvimos más suerte nosotros”. A algunos la buena y la mala suerte nunca les abandona.
El segundo dato de Blesa es más íntimo y personal. Algunos cofrades penitentes de la espalda entendimos como nadie a Miguel Blesa cuando se quejó de que el coche de 500.000 euros que Caja Madrid compró para su presidente no era nada confortable. Blesa se sometió a una artrodesis lumbar, con la fijación de varias vértebras y la utilización de, al menos, seis tornillos dispuestos sobre dos anclajes laterales. El doctor Fernando Álvarez Sala le operó en el Ruber Internacional, el hospital preferido de Aznar.
Los clavos fue lo único que quedó de Blesa tras su cremación en Córdoba. En términos de capital, muy poca cosa para todo lo que hizo, tuvo y dejó a deber.