Que un millón de personas -igual me da cien mil arriba, dos cientos mil abajo- se haya echado a las calles de Barcelona para reclamar la unidad de España y el respeto a las leyes es un milagro. Porque la manifestación de este domingo se ha convocado de una semana para otra, sin apenas estructura, sin el cebo de la Administración, sin pasar lista y sin profesionales de la pancarta, como podía verse por los mástiles improvisados y la candorosa descoordinación en los cánticos.
La movilización ha permitido que afloren unos catalanes invisibles en Cataluña, inexistentes en los medios de comunicación si no es para el escarnio. Unos ciudadanos que han tenido que vivir durante décadas con el editorial conjunto de cada día, que han braceado contra la corriente impetuosa del pensamiento único, que respiran a diario el miedo a ser rechazados; ciudadanos que, pese a todo, no se han resignado ante quienes empezaron repartiendo carnets de buen catalán y han terminado declarando traidores -Carme Forcadell dixit- a todo el que no sea separatista.
La manifestación de este domingo, que ha adelantado inopinadamente cuatro días la Fiesta Nacional del 12 de Octubre, pero a lo grande, inhabilita a Puigdemont en su intento de declarar la independencia: sencillamente, ha quedado desmontada la mentira de que Cataluña sólo tiene una voz, y es antiespañola. El presidente de la Generalitat sería un irresponsable si se empecinara en un propósito que, a la par de ilegal, podría desembocar en un conflicto civil.
Ahora bien, esta movilización será flor de un día si no hay un Gobierno dispuesto a que se respeten los derechos de todos los catalanes. Y para eso hay que trabajar mucho y ser conscientes de que no caben las soluciones amables. Porque TV-3 seguirá siendo mañana la cadena del régimen y los niños continuarán siendo adoctrinados en las aulas.
Existe la tentación de resolver este problema sin que nada cambie, como si hubiera un choque de legitimidades, como si entre la sublevación y el cumplimiento de la ley hubiera un término medio, como si la declaración unilateral de independencia y el artículo 155 de la Constitución fueran extremos equivalentes, cuando uno supone llanamente un golpe de estado y el otro, la aplicación de un artículo previsto en nuestra democracia.
No; el 8-O no es una meta ni puede ser un alivio para Rajoy, sino el punto de apoyo donde tomar impulso para que el "no estáis solos" que ha retumbado en toda España sea algo más que un bonito eslogan.
La manifestación de este domingo ha sido una liberación para miles y miles de catalanes a los que, por fin, les podemos poner cara y ojos. Han dejado el miedo a ser identificados y a las represalias después de años amargos en los que, quienes atropellaban sus derechos, se equiparaban ante el mundo con Rosa Parks, con Gandhi, con Luther King o con Mandela. El 8 de octubre ha sido su día del orgullo.