Sí. El 9 de marzo de 1762 un pequeño comerciante de Toulouse era ejecutado en un diabólico aparato conocido como la rueda, tras ser condenado por el presunto asesinato de su hijo mayor. Jean Calas fue encontrado culpable de la muerte de su vástago Marco Antonio, quien en realidad se había quitado la vida ahorcándose. Jean, su mujer, el resto de la familia, incluso un amigo del suicida que el día de autos se encontraba de visita en la casa, decidieron declarar que la muerte por asfixia del joven debió de producirse al entrar unos ladrones en el domicilio familiar y ser descubiertos por el cándido Marco Antonio.
Jean inventó tan piadosa mentira para evitar el escarnio que sufriría el cadáver de su hijo en aquella comunidad ultracatólica de Toulouse, implacable con los suicidas. Más aún si el muerto era protestante, como sucedía con los Calas. Esta lejana historia, símbolo de la sinrazón, del fanatismo y de la miseria humana, se habría evaporado en el magma del tiempo de no haber sido porque un hijo de Calas, Pierre, desterrado en Ginebra, convenció a Voltaire para que escribiera sobre la inocencia de su padre, condenado por el mismo Parlamento de Toulouse a la peor de las muertes por un asesinato que, a todas luces, no cometió. En realidad, el único y pecaminoso delito de Jean era ser protestante y discrepante.
La peor de las muertes en aquellos tiempos brutales era la rueda. Así se conocía la máquina utilizada para la pena capital. Consistía en eso, en una rueda donde el reo era atado minuciosamente, con sus extremidades separadas y extendidas para facilitar la tarea del verdugo, quien con pericia golpeaba a su víctima hasta romperle todos los huesos, uno a uno, pero sin provocarle una hemorragia que pudiera acabar con su vida antes de lo debido. Jean clamó por su inocencia mientras tuvo fuerzas para ello.
Voltaire no consiguió resucitar al comerciante pero sí mostrar y explicar al mundo las fatales consecuencias que tiene para una sociedad convertir la religión en un arma utilizada por los devotos –los devotos de la antigua Roma eran aquellos que se dedicaban al bienestar de la República- para imponer sus creencias, divinas o terrenales, por encima del derecho humano. “El derecho humano no puede fundarse en ningún caso más que en el derecho de la naturaleza, cuyo gran principio universal es 'no hagas lo que no quieras que te hagan', justo lo contrario que el 'cree lo que yo creo y que tú no puedes creer, o morirás'”, escribió Voltaire.
El 5 de mayo de 1979, cuando yo era tan joven que creía que con 'tu puedo y mi quiero' podía ayudar al mundo a salvarlo de la intolerancia, compré el Tratado de Voltaire en una librería de Badajoz. Este sábado, a 48 horas del ultimátum a Puigdemont, encuentro por casualidad el libro. Releyéndolo entiendo más claro que nunca que el nacionalismo se ha convertido en la gran religión intransigente del siglo XXI, tan mortífera ya como fue en el XX.
George Orwell, además de su Homenaje a Cataluña, donde describe la Barcelona revolucionaria y caótica que encuentra en diciembre de 1936, publicó Notas sobre el nacionalismo. “El nacionalismo –afirma- es sed de poder mitigada con autoengaño. Todo nacionalista es capaz de incurrir en la deshonestidad más flagrante, pero, al ser consciente de que está al servicio de algo más grande que él mismo, también tiene la certeza inquebrantable de estar en lo cierto”.
Pero para qué citar a escritores tan lejanos y presentes como Voltaire o el mismo Orwell, ese espíritu rebelde capaz de escribir Rebelión en la granja cuando ningún moderno, progre o con ganas de prosperar económica o políticamente se atrevía a señalar de manera acusatoria al comunismo… Justo como ha sucedido durante estas últimas décadas con el nacionalismo catalán. Todos calladitos.
Entramos en una semana determinante para el futuro de Cataluña y, por tanto, para España. Una semana, pues, histórica. Puede ser trágica –y en esto Cataluña tiene experiencia, desde la de 1909 o a la de 1934-. Aunque, aún poniéndose mal, será seguro tragicómica, por los actores políticos mediocres que rigen el destino catalán. En realidad, 111 años después, Puigdemont (¿Puigdemente?) y compañía parecen empeñados en reinventar el dadaísmo, aquel movimiento cuyo primer mandamiento era el caos y que hacía literatura recortando palabras de un periódico y, mezclándolas, formaba frases.
¿Acaso no es dadaísta lo que sucedió esta semana en el Parlament? Declarar el estado independiente en forma de república, “pero con la misma solemnidad propongo que el Parlament suspenda los efectos de la declaración de independencia…” (Puigdemont). Para una hora después firmar un documento, dirigido al pueblo catalán, “y a todos los pueblos del mundo”, a través del cual “constituimos la república catalana como Estado independiente y soberano, de derecho, democrático y social”.
Hace unas semanas, escribía en este rincón unas Preguntas tituladas Jo si tinc por, es más, estoy acollonit. Hoy lo rubrico. Estoy acollonit. Por las redes está circulando una carta de los independentistas de la ANC incitando al pueblo catalán a que se eche a la calle, “para paralizar el país una semana”, dice el comunicado. Puede que sea falso pero tiene todo el aroma de cierto. Cifran en un millón de voluntarios los necesarios para hacerse con la calle “porque está demostrado que la República no nacerá si no es por la gente” y “no se resolverá por una carta entre el Palau de la Moncloa y el de la Generalitat”.
Ese millón de personas para hacer frente al que “vingui”, “policía nacional, guardia civil o tanquetas”, se distribuiría así: 200.000 personas envolviendo el Palau del Govern; 300.000 para el Parlament; 30.000 para el aeropuerto del Prat, 20.000 para el puerto de Barcelona, 10.000 para el de Tarragona, otras tantas en carreteras del perímetro de Cataluña, 5.000 para el centro de telecomunicaciones… La guerra callejera. Eso sí: “con una resistencia pacífica”, dice el comunicado.
El pasado jueves, en la recepción en el Palacio Real por el día de la Fiesta Nacional, Felipe VI explicaba en un corrillo que el conflicto catalán es de “larga resolución”, que “tiene solución política”, que es optimista “porque no puedo no serlo”, que lleva desde el verano sin hablar con Puigdemont, pero que no le importaría sentarse con él, incluso hablando catalán; que “Puigdemont no cree lo que dice”, afirmó el Jefe del Estado.
Tristemente, la Cataluña de hoy se parece cada día más al País Vasco de los peores tiempos, cuando ETA pedía un referéndum de autodeterminación y planteaba mediadores como el premio Nobel Pérez Esquivel –que ha vuelto a aparecer de nuevo-. Del “síndrome del Norte”, pasito a pasito, se está llegando al “síndrome del Este”. La única y gran diferencia es que faltan los muertos. Por ahora.
En cierto modo, ya hay un muerto catalán. Con el cráneo traspasado, de arriba abajo, por un clavo. Hallado a los pies de la muralla del poblado ibérico de Puig Castellar. “Responde a la costumbre indígena recogida en las crónicas de autores clásicos latinos de exhibir públicamente las cabezas cortadas de los enemigos sujetas en picas o clavadas en puertas o porches”, dice la ficha de la exposición conmemorativa del Museo Arqueológico Nacional, en Madrid, en la que pueden verse 150 piezas procedentes desde la actual Cataluña a la antigua Bética. La historia de España.
El nacionalismo es la religión más intolerante del siglo XXI. Nadie debe caer en él. Que nos pille confesados.