Sí. “Nos lleva, por favor”… Este lunes un taxista me recriminó de manera indirecta falta de patriotismo al indicarle dónde quería que me llevara. Eso sí, con educación.
-“Querrá usted decir Capitán Haya. ¿Verdad? Estamos en Madrid. Porque es como aún se llama… Si hacemos caso al letrero de la calle”.
No entablar una conversación, por breve que sea, con un taxista, es misión imposible. Iba a explicarle que, ante la duda, habíamos cogido un taxi como último recurso. Porque yo sabía perfectamente dónde estaba el hotel al que íbamos para celebrar el cumpleaños solidario de una amiga, de estas que cuando las descubres te cambian la vida. Pero el señor Google situaba el hotel en la calle Poeta Joan Maragall y no en la calle Capitán Haya de siempre.
Ante el hamletiano “ir o no ir” con nuestro coche, optamos por el taxi. Y por azar nos topamos con el volante de un taxista historiado. Los 12 euros de la carrera no cayeron en saco roto. Dieron de sí para ilustrarnos sobre quién fue, en realidad, el capitán Haya. Sobre el Poeta Joan Maragall, el auriga tenía menos información.
El capitán Haya –nos explicó- murió en 1938, en la batalla de Teruel, como miles de compatriotas de uno y otro bando. Cuenta la épica vencedora en la guerra “incivil” que Haya, cuñado de García Morato, el más afamado piloto del bando franquista, se estrelló al embestir por detrás con su avión a un “Chato” republicano, evitando así que abatiera a un compañero del susodicho capitán, que volaba por delante.
La hazaña le valió al capitán Haya el honor de dar nombre a una calle del norte de Madrid, paralela a la Avenida del Generalísimo (actual Paseo de la Castellana). Pero el militar sublevado a la República, además de ardor guerrero y de ser uno de los pilotos personales del dictador Franco durante la guerra, hizo algo más en la vida, según siguió explicándonos el taxista.
-“¿Sabía usted que este tipo era inventor? Inventó un aparato que servía para pilotar aviones en días con mala visibilidad”.
-“El poeta Joan Maragall, su sucesor de calle, también fue un inventor, pero de palabras”, me atreví a intervenir.
-"Si yo no digo que no, pero qué necesidad hay de cambiar el nombre de las calles. Para nosotros está bien. Usted es mi segundo cliente esta semana que sabía dónde iba, pero no estaba seguro y por eso cogió un taxi".
Tras pagar la carrera, el taxista nos despidió con un adiós y exclamó entre dientes: “Así que inventor de palabras. Jaja”.
Hace un par de días me acordé del taxista y de la calle Poeta Joan Maragall cuando Artur Mas, el ex presidente de la Generalitat, tildaba de “ilusos” a los de Madrid si creían que los catalanes iban a permanecer pasivos al aplicárseles el artículo 155, como sucedió este sábado.
¿Es iluso cambiar el nombre de una calle principal de Madrid y ponerle el nombre de Joan Maragall, considerado por muchos como el poeta del nacionalismo catalán? Maragall, el abuelo del ex president catalán Pascual Maragall, murió en 1911, 23 años antes del efímero Estado Catalán de Luis Companys. En 106 años se anticipó a lo que hoy estamos viviendo con la proclamación de la I República de un nuevo país llamado Catalunya.
El poeta Joan Maragall, antes Capitán Haya en el callejero de Madrid, escribió en su Oda España: “Escucha, España, la voz de un hijo que te habla en lengua no castellana…”. Para acabar con un último verso que dice: “¿A tus hijos no sabes ya entender? Adiós, España”.
Iluso Madrid, como dice Artur Mas, capital de un Estado malvado y egoísta que, según la propaganda separatista, primero robó a los catalanes, luego les pegó y ahora les encarcela. Iluso, sí. Antes veremos una propuesta para que el comité noruego del Premio Nobel de la Paz conceda este galardón a los Jordis –Sánchez y Cuixart, líderes de ANV y de Òmnium Cultural- que una calle en Barcelona dedicada, por ejemplo, a Antonio Buero Vallejo, autor de Historia de una escalera, de la que en este 2017 se cumplen 70 años.
Entramos en otra semana trágica de Barcelona –como escribía aquí la semana pasada- y esto no es una anécdota como la vivida con el taxista madrileño. Se refería Joan Maragall, en una carta que escribía a Miguel de Unamuno a principios del siglo pasado, del amor por la estética al que tan proclive son los poetas catalanes, mientras que los castellanos, como Unamuno, nacido en Bilbao, escriben de dentro hacia afuera.
Habrá que buscar dónde está la estética en la revolución emprendida en Cataluña. Resulta difícil hallar un ápice de ella en Junqueras, en Anna Gabriel o en el mismo Puigdemont. Desde la cabeza, sobre todo, a los pies. Ni por los pelos.
Ni estética ni ética. El tiempo, que lo junta todo, ha querido que el fiscal que ha pedido prisión incondicional para los Jordis y para el mosso Trapero –en este caso, sin conseguirlo-, sea Miguel Ángel Carballo, el mismo que solicitó 50 años de prisión para los dos etarras asesinos de Miguel Ángel Blanco: Txapote (García Gaztelu) y Amaia (Gallastegui Sodupe).
Ella, Gallastegui Sodupe, fue adoctrinada en la ikastola en su odio a los españoles. Cuento en mi libro El hijo de todos cómo una niña dibujaba en una de estas escuelas vascas aviones con la bandera ikurriña lanzando bombas sobre un barco con la bandera española. La niña, convertida 20 años después en la etarra Amaia, fue quien secuestró a Blanco y le condujo al martirio de los dos tiros en la cabeza, descerrajados por el actual padre de sus dos hijos.
Veinte años después, otros niños, ahora en Cataluña, son adoctrinados en el odio al español. “Aún no estamos en el tiro en la nuca, pero esto es irrespirable”, contaban dos policías nacionales a Pedro Cifuentes en un reportaje publicado en EL ESPAÑOL.
Más debería habernos preocupado este lavado de cerebro y manipulación consentida de los niños catalanes -¿qué diría Junqueras si en las escuelas de fuera de Cataluña profesores previnieran a sus alumnos sobre los catalanes, tachándolos de lo peor?- que la conspiración sediciosa de ahora. Porque esto viene de aquello.
“Una nacionalismo como el catalán actual desemboca en una forma más o menos de limpieza étnica”. En un país así, si no eres independentista catalán tendrás que aceptar ser “simple súbdito” o asumir “el riesgo de aniquilamiento”, escribía esta semana Antonio Elorza. Justo lo que sucedió en el País Vasco y estuvo punto de imperar.
Y a esto hemos llegado: en la Calle 155, buscando una salida con unos supuestos Gandhi, como los Jordis, que no lo son, frente a un Estado opresor, que tampoco lo es. Gandhi alertaba sobre el desastre al que conduce “el ojo por ojo: a un mundo en el que todos acabaríamos ciegos”. No perdamos, pues, en este lío, el juicio.