Por segunda vez en este mes las campanas de dolor tocan a difuntos en el corazón de muchos jueces, fiscales y gente de bien. El pasado día 10, lo hicieron por la muerte de Carlos Dívar. Hoy por la de un gran magistrado y un excelente fiscal general del Estado, llamado José Manuel Maza Martín a quien, desde aquí me dispongo a rendir el mínimo homenaje de un respetuoso recuerdo. La cosa es difícil porque a mí cuando muere una persona notable me invade un inmenso vacío. Quizá sea porque, como nos enseña Petrarca, la muerte se lleva a los mejores para dejarnos vivos a los malos.
Lo escribí hace un año a raíz de su nombramiento. Siempre tuve a José Manuel Maza por un juez bueno o, quizá mejor dicho, por nada menos que un buen juez. Desde que ingresó en las carreras judicial y fiscal he seguido su trayectoria profesional por el método adecuado, es decir, por “sus obras”, y siempre me pareció que todo su esfuerzo ha estado dirigido a ser cada día un poco más justo, pese al permanente riesgo de no serlo, pues sabía que la justicia se administra por alguien tan imperfecto, desvalido y vulnerable como es el hombre.
Antes de su designación, a José Manuel Maza no se ocultaba que el Ministerio Fiscal llevaba mucho tiempo sumido en un bache de desprestigio por culpa de quienes tercamente estaban empeñados en barrer todo lo que significa independencia de la institución. Conocedor de que en España ha existido siempre la obsesión de utilizar al fiscal como instrumento de contienda política, uno de los compromisos que José Manuel Maza asumió apenas tomar posesión fue la de situar al Ministerio Público en el lugar que constitucionalmente le corresponde y evitar que sobre el fiscal general del Estado gravitase la sospecha de ser correa de transmisión del Gobierno. Ni en la persecución de sus adversarios políticos ni en la búsqueda de impunidad para sus amigos. Su dogma era que un fiscal no tiene dueño ni partido y que como defensor de la legalidad, en el ejercicio de sus funciones debe estar exento de cualquier influjo extraño o partidista.
Su elección fue un acierto: tenía autoridad moral e intelectual para dar vida al modelo de fiscal independiente, pieza clave del Estado de Derecho
El año que ha permanecido en el puesto confirma que su elección fue un acierto y que tenía autoridad moral e intelectual para dar vida al modelo de fiscal independiente, pieza clave del Estado de Derecho. Ayer noche, al conocer la dramática noticia, lo decían dos mujeres fiscales, una de ellas en situación de excedencia voluntaria: la presencia de José Manuel Maza al frente del Ministerio Fiscal ha significado un antes y un después de la carrera. Aunque la tarea se le presentó no exenta de dificultades, nunca fue un acólito de nadie y procuró que la promoción profesional estuviese al margen de simpatías políticas y alejada de ideologías dominantes.
En fin, me despido. Mis palabras fúnebres podrían ser muchas más, pero prefiero poner aquí el punto final a este modesto recordatorio. José Manuel Maza fue un hombre que nació para juez, para definir qué conductas son buenas y cuáles son malas. Según el Registro Civil, ha muerto con 66 años recién cumplidos. Mi deseo era verle centenario. No ha podido ser y ello me entristece. A cambio, me emociona que pueda ser recordado como un fiscal general del Estado que habitó en ese Palacio del Marqués de Fontalba, en el número 17 del Paseo de la Castellana de Madrid, desempeñando una función que sólo se entiende caminando por el sendero sin fin de la conciencia limpia. Su muerte me acerca a la idea de Platón cuando en una de sus Leyes sentencia: “la acusación pública vela por los ciudadanos. Ella actúa y estos están tranquilos”.
Aunque el dolor, por íntimo, deba ser secreto, sí es justo decir que muchos jueces y fiscales, tenemos un amigo menos a quien admirar. Por esto y por mi gratitud infinita hacia él, me sumo a los merecidos cumplidos que ha recibido con motivo de su fallecimiento y hacerlo en una dimensión que tiene una significación muy especial: la del hombre de ley.
Como Alonso Quijano, José Manuel Maza ha muerto llevando la libertad y la justicia en su alma. Lo ha hecho al lado de Marta, su mujer, a la que quería sin límites. Y es que, pensándolo bien, ni morirse puede hacerse sin amor.
*** Javier Gómez de Liaño es abogado, juez excedente y consejero de EL ESPAÑOL.