Resumen de un año fracturado
Mientras el mundo avanza a trompicones hacia el año nuevo, la paz parece frágil, la verdad se desdibuja y el espectáculo se ha apoderado de todo.
Ya ha pasado un siglo desde que el presidente Woodrow Wilson estableciera, en su discurso de 14 puntos de enero de 1918, un plan estadounidense para el mundo. Exigió la retirada de las barreras al comercio, un ajuste de las reivindicaciones coloniales que respetaran “los intereses de las poblaciones implicadas” y la creación de una Liga de las Naciones para garantizar “la independencia política y la integridad territorial tanto para los estados grandes como para los pequeños”.
Este programa anunciaba las intenciones de Estados Unidos de restablecer el orden, y se suponía que pondría fin a la guerra; pero Wilson se equivocó: la paz en Europa tras la Primera Guerra Mundial duraría solo una generación. Aun así, Estados Unidos, más poderoso que nunca en 1945, no renunciaría a este proyecto global... hasta 2017.
Cien años es un buen trecho. Un incalculable número de personas en todo el planeta han obtenido o preservado su libertad gracias al poder estadounidense. Pero los errores han sido evidentes: las naciones no son más infalibles que los individuos que las componen. Sin embargo, en definitiva, la libertad, la democracia y un orden basado en reglas, protegidos por las vastas guarniciones estadounidenses, se extendieron y prosperaron. La Paz estadounidense no fue un timo, se cumplió. Pero todo pasa.
Las naciones no son más infalibles que los individuos que las componen
Donald Trump ha tenido la particular intuición de que el mundo estaba listo para una sacudida, lo que constituye una singular apuesta. Este empresario inmobiliario, criado en Nueva York, está acostumbrado a las apuestas y a un universo de transacciones sin valores. Del mismo modo que dirigió sus empresas cree que debería dirigirse Estados Unidos. Se siente como en casa entre matones autoritarios, ya que en ellos reconoce a los de su clase.
Su deferencia hacia tratados, acuerdos comerciales, organizaciones multilaterales y alianzas que han impulsado los intereses estadounidenses —y los de sus aliados— ha sido poco entusiasta en el mejor de los casos. Cree que todo eso son sandeces.
De hecho, ni siquiera cree que sea necesario más que un Departamento de Estado muy elemental. La política exterior estadounidense se ha interrumpido. “El que importa soy yo”, dijo en el canal de televisión Fox News; “soy el único que importa, porque cuando se trate de política, será de mí de lo que se trate”. Llamémoslo “yoísmo”. Y entonces, con este estilo de rompe y rasga, guiado por el instinto, el Sr. Trump ya ha marcado el comienzo de un nuevo orden mundial.
Por supuesto, Rusia e Irán ganaron en Siria. Por supuesto, puedes subirte a una moto en Teherán y conducir por todo el territorio bajo control iraní hasta llegar a Beirut. Por supuesto, Arabia Saudí, a la que Trump ha abrazado alocadamente, permanece en algún lugar entre la revolución y la implosión del desatado y fanfarrón príncipe heredero Mohammed bin Salman. Por supuesto, la hostilidad saudí-iraní podría acabar en guerra (en Yemen, como ya ha pasado).
Con su estilo de rompe y rasga, guiado por el instinto, Trump ya ha marcado el comienzo de un nuevo orden mundial
Por supuesto, la retirada de Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica y del Acuerdo de París sobre el cambio climático, es un síntoma de renuncia a la responsabilidad, tan claro como que la iniciativa de China (One Belt, One Road) de adherir países a sus ambiciones de expansión indica seguridad y compromiso. Por supuesto, Trump ha perfeccionado la arriesgada política nuclear con Corea del Norte. Y por supuesto, él no sabe, ni le importa, dónde está Ucrania o que podría estar haciendo Putin allí.
La cuestión es que Trump va prosperando en medio de esta agitación. Y cree que el mundo también, aunque dentro de unos límites. Como he dicho, él es un empresario inmobiliario criado en Nueva York. El sector inmobiliario es un negocio conservador, y esto también forma parte de Trump. Puede acercarse al filo, pero no caminar sobre él: es el primer interesado en que el precio por metro cuadrado no caiga. Además, es consciente de que los mercados se han disparado desde que asumió el cargo. Wall Street adora los gobiernos que velan por los intereses de los ricos (especialmente si pueden aparentar que su verdadera preocupación es el trabajador estadounidense).
El mundo del siglo XXI es una pirámide. Conectar a todo el mundo no ha significado darle el poder a todo el mundo, sino congregar a las élites en una reducida cima: ellas tienen la visión global y los medios para convertir lo que ven en un géiser de dinero en efectivo. Atareadas con todo esto, seguras de sí mismas, son capaces de moverse globalmente, se benefician de la mano de obra barata y de la impunidad de los impuestos light, y apenas han notado que ya no hay mucha conexión con las masas de abajo, cuya visión era todavía nacional, cuya cultura era todavía local, y que sufrieron vagamente, y con creciente enfado, las consecuencias transformadoras de la globalización. Trump vio que él podría ser el vehículo de esa ira.
Captó que el nacionalismo, el "nativismo" y la xenofobia estaban ya listos para una reposición. Soberanía es su palabra fetiche a pesar de que – o precisamente por ello— cada vez se vive más en una realidad virtual donde la nación está muerta.
Captó que el nacionalismo, el "nativismo" y la xenofobia estaban ya listos para una reposición. Soberanía es su palabra fetiche
La amenazadora marea reaccionaria todavía no ha recorrido su curso. Trump exprimirá hasta la última gota de este jugo político en 2018 y más allá. También lo harán los movimientos derechistas en Europa, todavía vigorosos a pesar de la inspiradora victoria de Macron en Francia. Los neofascistas de Polonia y de Hungría están avanzando, con su antisemitismo todavía persistente. En todas las democracias occidentales, Trump ha contribuido a desatar lo más repugnante de la naturaleza humana.
Es la última trinchera del hombre blanco, cuyo siglo no será este. La demografía es inexorable, como lo es también el cambio en la mentalidad de la gente. Wilson podía hablar entonces de colonialismo como algo que era necesario ajustar, en lugar de hablar de la vil explotación de la gente de piel oscura por parte de la población blanca, que es lo que era. Las mujeres, en su época, eran meros apéndices de los hombres.
El mundo avanza, sí, pero en zig-zag, no en línea recta. La vanguardia de la raza ya no está en la India británica. Está abajo, en la calle, en los caminos, en las sociedades occidentales. El eurocentrismo se acabó. Género y sexualidad configuran un campo de batalla en el desmantelamiento de las viejas formas de pensar. Pero nada, y en especial el rancio machismo masculino, se va en silencio, sino que ataca y lucha.
El eurocentrismo se acabó. Género y sexualidad configuran un campo de batalla en el desmantelamiento de las viejas formas de pensar
Por supuesto, la política reaccionaria de Trump hace poco o nada por sus votantes de clase trabajadora. Lo que les ofrece es espectáculo. Esta es la potente savia de su movimiento: la apariencia de acción. “Habilidad política” es una expresión tan poco común porque “espectáculo” la ha reemplazado.
Las rebajas de impuestos propuestas por Trump son para los ricos, ¿para quién si no? Mientras tanto, inmigrantes en Nueva York y en todo el país viven un aterrador oscurantismo. Los trabajadores inmigrantes en el campo a menudo tienen miedo de salir de sus casas. Desde la investidura de Trump hasta el mes de septiembre, las detenciones de inmigrantes indocumentados por parte del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas aumentaron un 43 % respecto al año anterior.
Por todo Estados Unidos, muchos jóvenes han sido arrebatados de sus madres y padres: jóvenes inmigrantes que un día soñaron con un futuro estadounidense han visto truncado su futuro. La administración Trump se ha embarcado en una guerra sin cuartel contra los pobres, ya sea con los receptores de cupones de comida, Medicaid o contra cualquier otra iniciativa federal que sirva para amortiguar los bajos ingresos y la miseria. La incompetencia ha sido deificada en el Washington de Trump.
"Habilidad política" es una expresión poco común porque "espectáculo" la ha reemplazado
No ha sido solo el Departamento de Estado el que ha sido aniquilado; el Departamento de Agricultura y la Agencia para la Protección Medioambiental tampoco se quedan atrás. “Cambio climático” es ahora una expresión tabú en los círculos oficiales. Bajo todo el ruido de Trump, la fealdad y la brutalidad se extienden por un fracturado Estados Unidos, gobernado por un hombre que medra gracias al enfrentamiento.
Se avecinan tormentas. El clima en sí es extraño y violento. El miedo se extiende. La paz parece más frágil. La tecnología es un gran conector, pero también un gran aislante. El individualismo da tumbos hacia el narcisismo. La verdad y la falsedad se confunden. La estupidez y la vulgaridad son imparables.
La administración Trump se ha embarcado en una guerra sin cuartel contra los pobres
Un presidente estadounidense que amenaza en un tuit con revocar la licencia de emisión de la NBC porque su departamento de noticias no le parece lo suficientemente patriótico se sitúa en el territorio de Putin, Erdogan y Duterte.
La gente empieza a encogerse de hombros. Algunos se regocijan. Esta es la nueva realidad. Trump, de hecho, tuitea: “¿Por qué podría Kim-Jong-un insultarme a mí llamándome ‘viejo’ cuando yo NUNCA le llamaría ‘bajito y gordo’? Bueno, Yo me estoy esforzando mucho por ser su amigo – ¡quizá algún día lo seamos!”. Como el país está en el instituto, en la hora del recreo, el mundo tendrá que arreglárselas sin él, e incluso sin lo que Estados Unidos representa.
Buena suerte con ello. El tiempo de una Paz estadounidense muy siglo XX ha llegado. El caos es estimulante, incluso revitalizante. Fustiga al pensamiento perezoso. Ocurre al final de algo. Esto debe entrañar, inevitablemente, el principio de algo más. Claro que el caos también puede terminar mal, antes de dar sus desconocidos frutos.
*** Roger Cohen es columnista en The New York Times