La situación que vive Venezuela desde hace ya unos años guarda paralelilsmos con lo que hemos vivido en Cataluña en fechas recientes. Sólo la diferencia en los resultados puede hacer que a algunos se les escapen las similitudes. De modo que tal vez merezca la pena fijarse en primer lugar en aquello que ha llevado a Maduro a sobrevivir políticamente (de momento) mientras Puigdemont se convierte cada vez más en una caricatura de la que ya se ríen en toda Europa.
Como ha explicado recientemente Antonio García Maldonado, algunos rasgos del poder han cambiado pero su naturaleza sigue siendo básicamente la misma. Todas las promesas de un poder más dividido, más controlado, en manos de los ciudadanos a través de sus smartphones se han visto defraudadas, o, cuando menos, diluidas. El poder duro sigue siendo el que era y es todavía el principal factor político a considerar. Maduro sigue controlando los resortes determinantes, tiene capacidad, incluso, de inventarse un nuevo poder legislativo que sustituya a la legítima Asamblea Nacional. El poder de Puigdemont, en cambio, nunca dejó de ser el que corresponde a un presidente autonómico. La democracia española no tenía que recurrir a los abusos del régimen venezolano, le bastaba con los mecanismos constitucionales legítimos y con la actuación de la justicia.
Pero, como decía, los parecidos entre el chavismo y el secesionismo catalán van mucho más allá de la anécdota. Para empezar, ambos tratan de darse una pátina de legitimidad a través de la celebración de elecciones trampeadas, ajenas al marco constitucional y debidamente manipuladas. Abusan así del pueril prejuicio que reduce la democracia a votar, ignorando que sin reglas claras y aceptadas de forma común, de acuerdo con estándares internacionales, el sufragio no pasa de pantomima. Y pantomima fue tanto el 1-O como los sucesivos comicios locales y regionales celebrados en Venezuela, que se produjeron bajo el control de un Consejo Nacional Electoral que hace tiempo que dejó de ser un órgano independiente, con los líderes opositores inhabilitados, con la población atemorizada. Ahora se anuncian presidenciales para el mes de abril, previsiblemente en las mismas condiciones.
Tras fingirse europeístas todo el tiempo que pudieron, Puigdemont y los suyos se quitaron la careta
Tanto el régimen de Venezuela como los nacionalistas que han gobernado Cataluña durante décadas han demostrado un profundo desprecio por los ciudadanos a los que deberían servir. En Venezuela, Maduro ha hundido a su pueblo en una crisis aterradora, en la que no hay alimentos ni medicinas. Y cuando la gente protesta, la represión deja decenas de muertos y cientos de heridos. En Cataluña, sin llegar ha estos extremos, los exgobernantes secesionistas se han mostrado insensibles al éxodo de empresas y al deterioro general de la economía (imagino que contaban con que ellos mantendrían su puesto de trabajo bien retribuido). Otro detalle especialmente repugnante: los mossos ocultaron y trataron de destruir el aviso que las autoridades estadounidenses les habían hecho llegar sobre un posible atentado en Barcelona, que finalmente tuvo lugar. Ni la seguridad de los ciudadanos es una prioridad para ellos.
Secesionismo y socialismo del siglo XXI también se parecen en sus afectos internacionales. Tras fingirse europeístas todo el tiempo que pudieron, Puigdemont y los suyos se quitaron la careta en cuanto comprobaron lo que sabíamos todos los que no estábamos cegados por el fanatismo: que su proyecto es antieuropeo y que la Unión estaría de parte del orden constitucional español. Pasaron de pedir ayuda internacional con vergonzosos vídeos llenos de pucheros a hablar de una “Europa decadente”. Y luego supimos que Rusia había prestado ayuda a los golpistas a través de su red de desinformación.
Rusia es también uno de los aliados de la Venezuela actual, que se despacha a gusto, precisamente, con Europa y en particular con España. El nivel de sus argumentos me hace preguntarme, en ocasiones, si los dirigentes de Podemos siguen escribiendo los argumentarios de Diosdado Cabello o del propio Nicolás Maduro.
Todo da lo mismo: el régimen no pide respeto a un orden legal, sino adhesiones personales
Pero si hay un elemento que de verdad emparenta al régimen chavista con la trama secesionista es el populismo más lamentable. Su tendencia a identificar Venezuela o Cataluña con ellos mismos y sus seguidores, ignrorando a quienes se les oponen o acusándolos de traidores. La histórica manifestación del 8 de octubre pasado en Barcelona, en la que cientos de miles de catalanes recorrieron la ciudad con banderas españolas, europeas y catalanas sirvió para que la mayoría dejara de ser, por fin, silenciosa, pero no para que los secesionistas reconocieran que sólo podían hablar por una parte (de hecho una minoría) de los ciudadanos.
Si se escucha a Puigdemont (ejercicio penoso, sin duda) se observa que sigue negando la existencia de una Cataluña leal a la Constitución y que no quiere aventuras secesionistas. Insistamos una vez más: el conflicto real no es entre España y Cataluña, sino entre catalanes.
Lo mismo ocurre en Venezuela: el conflicto se produce porque una mayoría de venezolanos rechaza al régimen chavista, pero sus dirigentes siguen ignorando esta realidad. Las multitudinarias manifestaciones y protestas fueron tratadas como algaradas minoritarias, y sus participantes calificados abiertamente de terroristas. La revolución bolivariana no admite que pueda haber un rechazo entre el pueblo, una disidencia legítima. Lo paradójico es que en el último año y medio ha sido la oposición la que ha reclamado que se cumpla la Constitución que el propio chavismo logró aprobar, y Maduro -heredero de Chávez- quien se la ha saltado cuando le ha convenido, evitando someterse al referéndum revocatorio y sacándose de la manga un nuevo e ilegal órgano legislativo. Todo da lo mismo: el régimen no pide respeto a un orden legal, sino adhesiones personales. Y si usted no se adhiere, o bien no es venezolano o bien no existe.
Todos los populismos terminan siendo nacionalistas y todos los nacionalismos son populistas
En resumen, todos los populismos terminan siendo nacionalistas y todos los nacionalismos son populistas. Y esto significa que, bajo la falacia de “un pueblo virtuoso contra una élite malvada” se esconde una voluntad de silenciar a una parte significativa de la sociedad. También significa que el imperio de la ley sólo importa cuando favorece a los intereses del populista.
Volviendo al comienzo, la estrategia no garantiza el éxito en absoluto: es el poder lo que importa. Por eso es tan importante que el Estado español no titubee ni dude a la hora de usar los mecanismos legítimos de los que dispone, ya sea la acción judicial o el artículo 155 de la Constitución. Y, por supuesto, que no permita que se reconstruyan las llamadas “estructuras de Estado” en las que los gobiernos secesionistas invirtieron el dinero de los contribuyentes, ni, mucho menos, que se levanten otras nuevas que permitieran a los sediciosos disputar al Gobierno la recaudación de impuestos o la seguridad de los ciudadanos.
En cuanto a Venezuela, el asunto sigue siendo difícil. La Unión Europea acaba de establecer sanciones contra siete jerarcas del régimen. Se pretende así debilitarlo por dentro y forzar disidencias que tal vez conduzcan a reformas graduales o, de forma menos probable, a un desmoronamiento. Los demócratas venezolanos deben seguir haciéndose visibles y mantenerse unidos, es importante. Pero no basta, la presión internacional tiene que ser inequívoca. Maduro conserva el poder (más del que tendría un gobernante democrático) y sólo lo soltará si pierde apoyos entre los suyos. España y Europa tienen la obligación de trabajar en defensa del pueblo de Venezuela.
*** Beatriz Becerra Basterrechea es eurodiputada del grupo ALDE (Liberales y Demócratas) y vicepresidenta de la Subcomisión de Derechos Humanos del Parlamento Europeo.