Este fin de semana se publicó en las portadas la sonrisa serena, retratado algún día en su despacho, de Arnaud Beltrame, el gendarme asesinado porque se ofreció para intercambiarse por un rehén para salvar vidas inocentes. También hemos visto fotografiadas las lágrimas de Jordi Turull a las puertas del Tribunal Supremo, adivinando que eran sus últimos momentos en libertad quizá hasta dentro de muchos años.
Beltrame, por su valentía y abnegación, es un héroe. Las últimas expresiones que debieron verse en la cara del teniente-coronel francés probablemente no fueron ni la sonrisa ni las lágrimas. Imagino el gesto concentrado, por la tensión de una situación para la que se había tantas veces entrenado y, sobre todo, por la determinación de años convencido de la nobleza de los valores a los que servía, por los que en minutos fue capaz de decidirse a ser voluntario para arriesgar su vida por unas personas a las que no conocía. Beltrame hizo bien su trabajo pues logró salvar a todos los rehenes que aún retenía el terrorista pero con su heroicidad logró algo más: afianzar un Estado de derecho –el francés–, sus libertades, sus garantías, la democracia frente a la ley del más fuerte.
No diré que Turull sea un cobarde –como lo son Puigdemont, Gabriel y los demás que han elegido para sí la fuga y la cárcel para sus “compañeros”– pero no lo considero un valiente y, desde luego, en absoluto es un héroe. Los ya procesados por rebelión y otros delitos no se enfrentan a un juicio por elevadas penas de cárcel por defender sus ideas nacionalistas, sino por intentar socavar un Estado de derecho –el español–, sus libertades, sus garantías, la democracia frente a la ley del más fuerte.
El McGuffin es acusar a España de ser un Estado autoritario del que hay que liberar a sus habitantes
Ese es el McGuffin del procés: acusar a España de ser un Estado fallido y autoritario del que hay que liberar a sus habitantes oprimidos, o al menos a una parte. Los cabecillas independentistas niegan que España se encuentre consistentemente entre el 10% de países más avanzados democráticamente (sistema electoral, funcionamiento de las instituciones, poderes independientes…), lo cual no es ajeno a que ocupemos posiciones similares en cuanto a prosperidad (aunque en igualdad de ingresos sí hemos caído en los últimos años a la mitad de la tabla).
Desde este interesado desprecio consideran un medio necesario prometer respetar la Constitución –lo hacen no solo los miembros del gobierno sino también los diputados– para inmediatamente intentar saltársela abierta o subrepticiamente. No se trata ya del valor de su palabra –que ni sus seguidores pueden estimar tras tanto contorsionismo sobre la república virtual– sino de la traición que representa aceptar un nombramiento incluso para ser el representante ordinario del Estado en Cataluña, para desde esa posición impedir incluso las deliberaciones en el Parlamento de Cataluña.
Como brillantemente resumió Arrimadas en el pleno de esa cámara este sábado: “se pensaban que se estaban enfrentando a Rajoy y se estaban enfrentando a una democracia del siglo XXI en la Unión Europea”. No hay heroísmo ni valentía en quienes desde el poder que les confería el Estado de derecho español intentaron secuestrar la voluntad de millones de ciudadanos para saltar al vacío y abandonar las sólidas garantías de las que disfrutan para cambiarlas por unas inciertas, a través de procedimientos no democráticos. Con las excusas ridículas de que quienes quisieran podría seguir siendo españoles (¿para ir a votar al consulado o usar el pasaporte que prefirieran cuando viajaran a terceros países?) y de que España les seguiría pagando las pensiones…
Que el debate político en Cataluña se haya reducido a comentar sentencias judiciales es dramático
Puedo entender la emoción que hizo llorar a Turull, no me regodeo ante el sentimiento personal que sufran los presos ni menos sus allegados, pero no lo compadezco porque pueda pasar varias décadas encarcelado. Algunos consideran excesivamente larga esa posible pena y no entienden que sea de duración similar a las que se enfrentan los terroristas. Pero no hay que olvidar que el objetivo de la rebelión o la sedición es nada menos que el colapso del Estado, en cuya ausencia no se puede perseguir de manera efectiva ningún otro delito ni asegurar ningún derecho.
Que el debate político en Cataluña se haya reducido a comentar sentencias judiciales es dramático para el presente y futuro de sus ciudadanos que sufren desde hace más de un año el bloqueo total de sus instituciones, mientras que se acumulan los problemas que podrían intentar resolverse legislando y gobernando. Los independentistas deben entender –y el encarcelamiento de quienes lo han intentado puede ayudar a que lo tengan claro– que no pueden servirse de las instituciones para traicionar a quienes representan. Cualquier debate resultará aceptable pero siempre que se asuma cambiar la ley solo a través de la ley.
*** Víctor Gómez Frías es militante del @PSOE.