La evolución tecnológica es probablemente el factor más determinante de la evolución de la sociedad y por ende del ser humano. El homo habilis bajó del árbol gracias a que aprendió a utilizar determinadas herramientas, entre otras cosas para garantizar su seguridad; de hecho, guerra y evolución tecnológica están directamente conectadas. El paso de la sociedad agraria a la industrial también fue consecuencia de la tecnología. Lo mismo que el cambio de la era industrial a la post-industrial. Pero si algo caracteriza a nuestra época es que la revolución tecnológica ha adoptado un ritmo acelerado y sin control.
Hasta ahora la capacidad del ser humano para incidir en la naturaleza -y en su propia supervivencia- era limitada, pero conforme la evolución de la tecnología avanza esta capacidad es exponencialmente mayor. En principio, la tecnología sigue siendo percibida todavía como un síntoma del progreso humano, nos facilita la vida, alarga su duración (combate enfermedades) e incluso aparentemente se ha democratizado, al transformarse en un bien de consumo habitual accesible a todos (desde los electrodomésticos hasta las últimas herramientas de comunicación y telefonía). Pero ya no es simplemente un medio para un fin (como ocurría en la época industrial) sino que se ha convertido en un fin en sí mismo sujeto a sus propias reglas que no se sabe muy bien quién impone y controla; nadie al menos que hayamos elegido en unas elecciones.
La actual revolución tecnológica cambia la forma de pensar, ya no se profundiza en una idea, no se puede prestar atención mucho tiempo al mismo objeto, hay que saltar rápidamente de una imagen a otra, de una idea a otra, por un paso de dedo o haciendo clic. El pensamiento rápido no es necesariamente un pensamiento mejor, pero es lo que tenemos sin que nadie lo haya votado en el Parlamento. La tecnología cambia nuestras vidas, nuestra mente, nuestros hábitos de consumo y hasta las relaciones padres-hijos que ya no comparten la misma realidad física. Han surgido incluso clínicas para desintoxicar a nuestros jóvenes de su adicción al móvil y a las diversas pantallas.
Los avances podrían convertir a gran parte de la humanidad en innecesaria, en carne de depresión
La tecnología, a medida que resuelve unos problemas crea otros nuevos sin que nadie se pregunte cuál de ellos resulta más peligroso. En una época donde la metafísica ha salido del ámbito de la filosofía para refugiarse en la ciencia ficción y en la neurociencia, cada vez son más las series de televisión que presentan panoramas futuros nada halagüeños. De la utopía hemos pasado a la distopía, y no simplemente por un pesimismo compulsivo o caprichoso.
Un desastre en una punta del globo puede afectar a la economía global y a la supervivencia física de todo el planeta. Los éxitos pueden ser hoy más grandes, pero los errores corren el riesgo de tener un coste inasumible. De hecho el calentamiento global no sería sino un subproducto más de la sociedad industrial y post-industrial. Y en cuanto al mercado de trabajo, aunque los tecnoptimistas prometen que, como siempre, la tecnología creará más empleos que destruirá en realidad -como nos recuerda Y.N Harari en su libro Homo Deus-, el desafío será crear nuevos empleos en los que los humanos rindan mejor que los algoritmos, lo que podría convertir a gran parte de la humanidad en innecesaria y superflua, carne de depresión permanente (¿para qué estudiar y esforzarse?) por mucha renta básica universal que les aseguren (¿las máquinas?). Pero hay más.
Elon Musk, director ejecutivo de la compañía Tesla, y uno de los que supuestamente comandan y lideran el mercado tecnológico, ha afirmado que una de las más peligrosas amenazas para la especie humana es la inteligencia artificial, puesto que los humanos tienen muy difícil hacer que estos sistemas sean seguros, y evitar que un día, siguiendo criterios muy racionales, decidan eliminar a la mayormente irracional especie humana. De hecho, Nick Bostrom (Superintelligence: Paths, Dangers, Strategies) no duda de que cuando la inteligencia artificial supere a la inteligencia humana, sencillamente, exterminará a la humanidad.
Del mismo modo, Musk se preguntaba si es justo y seguro que tres compañías (Google, Facebook y Amazon) tengan y administren tantos datos privados de millones de ciudadanos sin control alguno. O si es moral que Facebook y Twitter utilicen ciertos trucos para incrementar la adicción de sus clientes a su uso diario, algo que sus responsables no quisieran ni para ellos ni para sus hijos, en una suerte de doble moral tecnológica.
¿Debemos dejar que los cambios tecnológicos se desarrollen sin ningún criterio moral que los guíe?
Parece que existe una doble moral: una para los creadores de tecnología y otra para los meros usuarios, los nuevos vasallos (tecnológicos). Resulta lógico preguntarse ¿quién manda sobre la tecnología?, ¿somos dueños de la tecnología o sus vasallos?, ¿debemos dejar que los cambios tecnológicos se desarrollen autónomamente sin ningún criterio moral o social que los guíe? Como señalaba Alvin Toffler en su libro La tercera ola, “la vieja e insensata forma de enfocar la tecnología (es): Si funciona, prodúcelo. Si se vende, prodúcelo. Si nos hace fuertes, constrúyelo”. Ello provoca un conflicto larvado entre los obsesos por estar a la altura de la última innovación tecnológica y adquirirla cueste lo que cueste (que podríamos llamar tecnoptimistas) frente a los tecnorrebeldes que se resistirían a algunos de estos cambios, intentando cuando menos aplazarlos, al entender que van más allá de su capacidad de adaptación (que siempre es limitada y necesita tiempo) o porque prevén ciertos peligros o incluso cierta pérdida de libertad, que no ven los otros.
Los cambios tecnológicos no son neutrales en términos psicológicos y sociales. Pero hoy poner cualquier cortapisa a la innovación te lleva a la etiqueta de reaccionario. Cuando ya se habla de sustituir a pilotos de avión, conductores de camión, coche o autobús, o enfermeras por robots, se está hablando de funciones que implicaban elección de opciones y toma de decisiones. Puede que ganemos en el cambio, pero este cambio ya no es neutral pues desborda lo meramente económico para afectar a en qué tipo de sociedad queremos vivir. A ello se une que si la evolución tecnológica es demasiado rápida puede romper la sociedad entre diversas generaciones, e incluso dentro de la misma generación.
Por ello, los límites y criterios de la re-evolución tecnológica deberían formar parte del debate social y de las campañas electorales porque bien podría ser que junto a la demagogia (Aristóteles) o lo oclocracia (Polibio), el mayor peligro para la democracia, y tal vez para la especie humana, acabara siendo la tecnocracia. H.G. Wells, ya planteó en sus libros La isla del doctor Moreau (1896) y El hombre invisible (1897), la relación entre ética y ciencia y la obligación del científico (hoy diríamos tecnólogo) de actuar de forma ética más allá del poder que le otorgan sus descubrimientos.
La verdadera sabiduría es el resultado de sumar a la inteligencia la virtud, decían los clásicos. Pues bien, no hay verdadero progreso si no sumamos igualmente a la tecnología la virtud. Sin virtud no hay ni sabiduría, ni progreso, ni felicidad. Si lo olvidamos, podremos ser consumidores entusiastas y masivos de productos de realidad virtual sin necesidad de movernos de nuestro sillón, pero tal vez por el camino nos hayamos olvidado de lo que significaba ser humanos.
*** Alberto Gil Ibáñez es escritor y ensayista.