A Javier Gómez de Liaño, fervoroso paladín de la causa de la justicia.
“Procure siempre acertalla el honrado y principal; / pero si la acierta mal, / defendella y no enmendalla” clama atormentado por su destino aciago el conde Lozano en la obra de Guillem de Castro Las Mocedades del Cid, escrita en los primeros años del siglo XVII y que de modo indirecto alcanzó difusión internacional al inspirar la tragedia El Cid de Corneille.
El episodio se inscribe en la concepción medieval del honor caballeresco. El conde Lozano había agraviado al anciano Diego Lainez, en cuyo nombre su hijo, El Cid, se vio en la obligación de desafiar al ultrajante, aunque el cumplimiento de este deber le enfrentara con el cruel dilema de tener que combatir hasta dar muerte al padre de su amada.
En la Edad Media participar en duelos era una facultad exclusiva de los caballeros, es decir, de los elegidos para usar armas, las peleas entre siervos se consideraban simplemente delitos. El código de honor exigía la aceptación del reto por el desafiado, que no podría rehusarlo sin ignominia, aunque el autor de la afrenta se hubiera arrepentido en su fuero interno: “Confieso que fue locura, / más no la quiero enmendar.”
La estrofa condensa un conjunto de cuestiones que podrían componer una lección de filosofía práctica: la irretroactividad de los actos humanos, la discutible defensa de la contumacia en el error una vez constatado, la exhortación a la prudencia previa a la acción y, como telón de fondo, la venganza.
Se ha considerado la venganza un derecho de los particulares, incluso una obligación de honor
La venganza ha estado presente permanentemente en la historia. A lo largo del tiempo ha adoptado distintas manifestaciones y ha sido regulada de modo diverso por el derecho. En este ámbito, su expresión más conocida es la llamada Ley del Talión, caracterizada en el Éxodo 21-24, por los conocidos términos “ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie”. Esta concepción, que ha influido poderosamente desde antiguo en los ordenamientos jurídicos, ya había sido prefigurada en el código de Hamurabi (siglo XVII a. c.). Contrariamente a una creencia muy extendida, no constituía un mandato o una autorización, sino una restricción. Su formulación responde, con toda probabilidad, a lo que actualmente conocemos como principio de proporcionalidad, según el cual el castigo debe estar en consonancia con el daño causado.
Históricamente se ha considerado la venganza un derecho de los particulares, incluso, una obligación de honor o, como sucede en el drama de Guillem de Castro, un deber filial. Esta convicción ha perdurado hasta una época relativamente próxima y su manifestación más frecuente ha sido el duelo. Concebido como un combate singular entre dos personas: el agraviado y el ofensor, tenía por objetivo principal restablecer el honor del ultrajado y, por ello, su desarrollo se sometía a un estricto protocolo. En la práctica, aunque se prohibió en las principales legislaciones durante el siglo XIX, fue relativamente tolerado hasta entrado el pasado siglo.
Lo que había representado un símbolo del heroísmo romántico acabó como un espectáculo grotesco. El último duelo conocido en Europa tuvo lugar en la madrugada del día 21 de abril de 1967, en una finca privada de Neully-sur-Seine, junto a París. El origen fueron unas palabras que el impetuoso alcalde de Marsella, Gastón Deferre, había dirigido en el Parlamento al diputado gaullista René Ribière y que éste había considerado ofensivas. Con el ceremonial propio de la ocasión los duelistas acompañados por sus padrinos se enfrentaron en un desafío a espada, a primera sangre, resuelto a favor de Deferre tras asestar a su rival dos arañazos que no tuvieron más consecuencias que provocar el retraso de la boda de Ribière prevista para el día siguiente.
Unos años antes, en agosto de 1952, en el extrarradio de Santiago de Chile, el entonces senador Allende se había enfrentado en un duelo a pistola con el senador Raúl Rettig. Los combatientes, más diestros en el uso de la palabra que en el de las armas, fallaron estrepitosamente sus disparos. Tras varios intentos fallidos se puso fin al combate, una vez salvado el honor de los contendientes, que con el tiempo acabaron por reconciliarse. Durante la presidencia de Allende, Rettig fue nombrado embajador en Brasil.
El desplazamiento de la causa a un ámbito de resolución superior despersonaliza el conflicto
Frente a la concepción tradicional basada en el empleo de la fuerza física por los particulares, el moderno derecho penal atribuye, en exclusiva, al Estado la facultad de juzgar las ofensas, con expresa abstención del ofendido, aunque se le reserve una participación en el procedimiento. Se ha operado una traslación de la venganza privada a la acción pública de la justicia. Impartida por jueces independientes, dentro de un marco legal predeterminado y con respeto a las garantías procesales de todos los implicados, incluido el encausado. El concepto de venganza ha sido superado por el de justa reparación y esa idea ha cristalizado en la popular fórmula: “Nadie puede tomarse la justicia por su mano”.
La renuncia al ejercicio privado de la violencia, entendido ahora como monopolio del Estado y sometido a estrictas reglas de aplicación, comprende no sólo la obligación de abstenerse de castigar directamente al culpable, sino que deja sin efecto al perdón privado, que no inhibe la acción de la justicia cuando ésta entiende que el delito es perseguible de oficio, porque afecta a la sociedad, aunque se haya producido sobre personas concretas.
El establecimiento de un sistema de justicia independiente para tratar estos delitos constituye un formidable avance de la civilización. El desplazamiento de la causa a un ámbito de resolución superior despersonaliza el conflicto y permite superar la búsqueda del mero resarcimiento de la víctima por un conjunto congruente de fines: el restablecimiento del orden alterado, la reparación en lo posible del daño causado, la protección de la sociedad frente al crimen, el castigo pero, también, la rehabilitación del culpable.
Por supuesto, este sistema no garantiza el acierto de las resoluciones judiciales, prueba evidente de ello es que las sentencias pueden, en general, ser revisadas por el órgano superior. La justicia es un ideal y, en cuanto tal, inalcanzable, pero como toda utopía sirve para fijar la ruta, para indicar la dirección adecuada.
El persistente instinto de venganza se manifiesta ahora bajo formas más sofisticadas que en el pasado
Las sociedades evolucionan a un ritmo intermitente con períodos sucesivos de esplendor y decadencia. Ni el éxito, ni el fracaso pueden considerarse definitivos. Nada se gana ni se pierde para siempre y lo logrado debe protegerse porque está en riesgo. Por otra parte, sucede en tiempos de prosperidad que alguno de los factores evidentes de progreso, como ocurre con las tecnologías de la información, arrastran en su seno gérmenes de un pasado no extinguido que aflora como un reflujo atávico que impugna el avance que se presumía conseguido.
Cuando no somos partícipes, asistimos al lamentable espectáculo de una permanente subversión de los principios que han informado nuestro concepto del progreso civilizatorio: la actividad de las redes sociales que difunden sin medida ni control falsas noticias para difamar a los adversarios; la utilización de vídeos comprometedores largo tiempo ocultados en espera de la ocasión propicia para el ajuste de cuentas; el linchamiento mediático que dicta pública sentencia condenatoria antes de que los tribunales se pronuncien; el ruido de la muchedumbre enardecida que pretender enmendar con su griterío las resoluciones judiciales no ajustadas a sus personales creencias.
El persistente instinto de venganza se manifiesta ahora bajo formas más sofisticadas, pero también más ominosas que en el pasado porque se refugian en el anonimato, más aparente que real, de la red y en la protección de la tribu, sin conocimiento ni criterio. Sin respeto.
Hace 23 siglos que una de las mentes más lúcidas de la historia, Epicuro de Samos, declaraba en su recoleto jardín, cuya sobriedad asombró a Cicerón cuando visitó el lugar, cercano a Atenas camino del Pireo: “La justicia es la venganza del hombre social, del mismo modo que la venganza es la justicia del hombre salvaje”. Detengámonos un instante para preguntarnos si realmente podemos creer que avanzamos.
*** Ángel Bizcarrondo es inspector de finanzas del Estado. Ha sido director general del Ministerio de Hacienda y director del Centro de Estudios Garrigues.