Altafulla se alza sobre un suave promontorio cercano a la costa en Tarragona. Conserva un casco histórico de origen medieval cuyas calles empinadas culminan en una plaza dominada por dos imponentes construcciones: el Castell dels Monserrat y la Iglesia de Sant Martí; próximas y enfrentadas, simbolizan la ambivalente relación de afinidad y rivalidad entre el poder terrenal y el eclesiástico a lo largo de los siglos.
La antigua casa palaciega Cabestany, cuyos muros guardan el secreto de algún episodio glorioso durante la Guerra de la Independencia, allí llamada Guerra del Francés, nos acoge por cortesía de Daniel Vila Robert que actúa en esta ocasión como anfitrión de una tertulia que reúne periódicamente a un grupo plural de personas, en su mayoría profesionales y académicos catalanes que, desde distintas perspectivas ideológicas, tienen en común el deseo de conocer y la disposición a escuchar.
La convocatoria versa sobre la llamada Declaración de Granada, pronunciada recientemente por un grupo de catedráticos de Derecho Financiero y Tributario que se muestran muy críticos con el funcionamiento de la Hacienda Pública. Pese a la aridez del tema, el entorno plácido que invita a una conversación tranquila y reposada mitiga la sonoridad del manifiesto.
Libre del apremio de llegar a conclusiones, la velada discurre con una sucesión de intervenciones que se encadenan de modo ordenado sin que la autoridad del moderador se haga perceptible, y las lógicas discrepancias que siempre suscitan las cuestiones fiscales se apoyan en argumentos bien planteados. Aunque todos somos conscientes de la especial situación que se vive en Cataluña y nuestras posiciones son previsiblemente dispares, el diálogo fluye espontáneo sin que aflore ni interfiera esa preocupación subyacente. Acaso la ausencia de un propósito previo, distinto del afán de conocer, esté en el origen del clima de cordialidad y respeto que facilita el entendimiento.
Debemos de ser prudentes en la estimación de los efectos taumatúrgicos que suelen atribuirse al diálogo
La conversación es mucho más que una actividad social. Se trata de un arte que requiere el concurso de muchas capacidades personales y, al mismo tiempo, contribuye a expresar nuestra identidad colectiva, supuesto que este concepto difuso de uso tan habitual tenga algún significado reconocible.
En su libro La idea de Europa, George Steiner define los cinco rasgos que a su juicio caracterizan a los europeos y destaca, en primer lugar, la importancia de los cafés. Concibe este autor Europa continental, no tanto el ámbito anglosajón, como un gran café, lugar de encuentro y charla en el que circulan las ideas, tal como expresa la acertada síntesis de Mario Vargas Llosa en su prólogo a la edición española: “Europa es ante todo un café repleto de gentes y palabras, donde se escribe poesía, conspira, filosofa y practica la civilizada tertulia, ese café (....) es inseparable de las grandes empresas culturales, artísticas y políticas de Occidente…”.
En Francia los cafés fueron la réplica burguesa de los salones parisinos que proliferaron en el París dieciochesco tras la iniciativa que adoptara la marquesa de Rambouillet en el siglo anterior. Expresión de una comunidad aristocrática que reunía a un grupo heterogéneo de gentes: personajes mundanos, escritores y filósofos, donde se conjugaban frivolidad y transcendencia, de modo que entre cortejos galantes y trasiego de champagne fueron fermentando en aquellas mentes las ideas ilustradas que terminarían por provocar los sucesos revolucionarios que alumbraron una nueva sociedad al tiempo que condujeron a la guillotina a buena parte de sus inspiradores.
La conversación tan característica del modo de ser europeo no nos ha librado de los grandes desastres del pasado, especialmente en el último siglo, con su secuencia infame de guerras, muerte y exterminio. En la historia europea hay una trágica coexistencia entre conversación y destrucción. Es evidente que coincidencia no significa consecuencia y que no puede establecerse una relación causal entre ambas, pero la constatación de esta circunstancia debe hacernos prudentes en la estimación de los efectos taumatúrgicos que suelen atribuirse al diálogo.
La palabra, tan necesaria para el entendimiento, puede ser igualmente utilizada para sembrar la discordia
Las contradicciones de la experiencia histórica: una trágica secuencia de luchas sangrientas seguidas de efímeras reconciliaciones, muestran que no se puede desdeñar la importancia del diálogo para la resolución de los conflictos sociales y políticos, pero tampoco cabe desconocer que la palabra, tan necesaria para el entendimiento, puede ser igualmente utilizada para sembrar la discordia y el enfrentamiento.
Con frecuencia se juzga a los políticos con excesiva severidad y se les exige lo inalcanzable o se les reprocha que hayan hecho concesiones que nadie en su lugar habría podido evitar, pero paradójicamente se les toleran otros comportamientos cuya censura estaría más justificada: como la inaceptable hipocresía que supone la demanda permanente de diálogo que se invoca como necesario para la solución de los problemas y cuyo ejercicio se impide por los mismos que lo reclaman en aquellas ocasiones en que les corresponde a ellos respetarlo o promoverlo.
El sistema parlamentario constituye un hito en la historia de la civilización pues representa la aceptación en el espacio público del principio de entendimiento a través del diálogo. Expresa el convencimiento de que es posible resolver los conflictos colectivos mediante el uso de la palabra, sin necesidad de recurrir a la violencia física. Por ello, si no nos hubiéramos acostumbrado, resultaría asombroso, por incongruente, asistir al penoso espectáculo que ofrecen nuestros parlamentos, nacional y autonómicos.
En el templo laico de la palabra se ha pervertido la función deliberativa por la proliferación de hábitos viciados. La permanente desatención al orador en el Parlamento por el reducido número de diputados presentes en la Cámara, según el reiterado testimonio de las imágenes televisadas. La formulación de preguntas, respuestas y hasta réplicas previamente escritas que se leen sin apenas disimulo. La reclamación de diálogo al Gobierno por dirigentes autonómicos que en su propio Parlamento niegan la palabra a sus oponentes. El artificioso engarce de disertaciones en una sucesión de piezas insulsas, repetitivas y desconectadas del discurso al que supuestamente contraargumentan.
Hay que reconocer a los soberanistas catalanes el acierto de haber planteado una estrategia de largo plazo
Es conocido que en un ámbito más restringido, en los pasillos o en los despachos, se aproximan posturas y se alcanzan acuerdos, pero la escenificación de las intervenciones desde la tribuna y los escaños resulta lamentable y constituye una exhibición de incongruencia en una institución que, por representar a todos los ciudadanos, está obligada a ser ejemplar. No se trata de culpabilizar a los políticos de nuestros males nacionales sino de reconocer los límites de la acción política y asumir la responsabilidad de cada uno en el logro de las metas comunes de una sociedad organizada democráticamente.
Para que fructifique el auténtico diálogo se requiere un clima de confianza entre las partes y un tiempo de maduración que raramente se corresponde con las urgencias de la política, necesitada de llegar rápidamente a acuerdos y pactos, entre otras razones porque el plazo disponible está limitado por el periodo electoral, en el que se producirá el veredicto inapelable de las urnas.
Las grandes cuestiones requieren generalmente una estrategia compleja que haga compatible la obtención de resultados en el corto plazo con la solución de los problemas de fondo que demanda periodos mucho más dilatados. Por ello, hay que reconocer a los soberanistas catalanes el acierto de haber planteado una estrategia de largo plazo que ha permitido no sólo incrementar significativamente la proporción de independentistas, sino lo que es más transcendente; ha conseguido llevarlos a la convicción de que la independencia sería posible y esta estrategia ha sido el resultado de la acción combinada de partidos políticos y organizaciones sociales.
La calidad de una colectividad humana no se puede asociar a la ausencia de conflictos, sino al modo en que se afrontan y resuelven los inevitables desacuerdos. La acción política es imprescindible para dar respuesta a los graves problemas de una sociedad compleja como la española, pero será insuficiente si no se acompaña por el impulso de una sociedad civil responsable y vigorosa. Esta afirmación es particularmente aplicable a las cuestiones territoriales que surgen precisamente por discrepancias entre personas y grupos, dentro y fuera de las respectivas comunidades, y que sólo podrán ser encauzadas mediante una actitud renovada y abierta a un diálogo leal, amplio, franco y respetuoso.
*** Ángel Bizcarrondo es inspector de finanzas del Estado. Ha sido director general del Ministerio de Hacienda y director del Centro de Estudios Garrigues.