A fines de los 80 fui becario de la Fundación Príncipe de Asturias en la Fletcher School en Boston, en el Estado de EEUU con un mayor crecimiento: su gobernador, el demócrata Michael Dukakis, disfrutaba la aureola del “Massachussetts Miracle”. Obtuvo la nominación para las presidenciales contra el republicano George H.W. Bush, dos veces vicepresidente en tándem con el saliente Reagan.
En su primer debate, el moderador disparó a ambos una pregunta cerrada: “Firmaría usted la ejecución de una condena capital contra el asesino de su esposa?”. La respuesta de Dukakis fue inmediata: “No”. Bush respondió que sí. Aun antes de que existieran las redes sociales, todos los comentaristas sentenciaron: “En un país que ama tanto las armas como la pena de muerte... Dukakis acaba de perder las elecciones”. Y en efecto, las perdió (1988). Contra corriente, aprecié su rigor: Dukakis hizo lo correcto, fiel a sus convicciones. Sigo pensándolo ahora cada vez que regurgita el populismo penal, con legislación a rebufo de escándalos o seísmos en Twitter.
¿Es cierto que una ampliación de la “prisión permanente revisable” (PPR), como cualquier reforma de nuestro Código Penal (CP), merece debate, y de fondo? ¡Lo exige! Pero también que requiere dos premisas sin las cuales es difícil acometer la tarea. a)- Un parlamentarismo en saludable estado de revista, en que pueda producirse la deliberación entre opciones disponibles: tristemente, no ha resultado ser el caso en estos últimos tiempos.
En la presente legislatura, con la aritmética diabólica fijada en 2016, ha venido campeando, hasta la moción de censura, el bloqueo legislativo por un Gobierno del PP que persistía en conducirse como si su sistema nervioso no reconociera aun la amputación por las urnas de la mayoría absoluta de la que abusó hasta el hartazgo (de 2011 a 2015). En demasiadas ocasiones, la ciudadanía ha asistido desolada a la multiplicación de pulsiones filibusteras, incluyendo las que, a fuer de un ostentoso radicalismo antiparlamentario, acababan por hacer estériles los debates en el Pleno, exudando populismo en asuntos principales.
España es uno de los países con menor tasa de criminalidad pero con mayor tasa de población encarcelada
b)- Una discusión concienzuda sobre objetivos y medios de política criminal, que no debe basarse en apriorismos rígidos sino en un intercambio de razones y experiencias que ayude a modular los tipos y afinar las penas conforme a principios compartidos.
Creíamos asentada esta segunda condición cuando se afirmaron las bases constitucionales de nuestro sistema penal. Y con la Ley Orgánica General Penitenciaria (LO 1/79, de 29 de septiembre), primera de ese carácter tras la Constitución (CE), seguida por la LOTC. Ambas piezas son reverso de la dictadura franquista de la que procedíamos. La orientación de las penas es la “reeducación” del penado (art.25.2 CE). La legalidad penal, derecho fundamental a regular por ley orgánica, con mayoría absoluta (art.81 CE). Todo el sistema penológico es ius puniendi del Estado, no de ningún ánimo herido, por explicable que sea, por lo que se proscribe toda venganza privada ¡la CE excluye pues la legislación penal de la iniciativa popular y de la recogida de firmas (art.87.3 CE)!.
Es cierto que otros ordenamientos contemplan soluciones distintas; pero también que el nuestro se basa en una Constitución escrita, judicialmente garantizada (TC y Poder Judicial), con preceptos taxativos que no dejan margen de duda: art.9.3 (prohíbe la retroactividad de todo el Derecho penal desfavorable al reo); art.15 (prohíbe la pena de muerte, la tortura y cualquier pena o tratamiento que sea “inhumano o degradante”); art. 25 (prohíbe los “trabajos forzados”, y ordena el acceso del penado a su posible reinserción a través del régimen penitenciario).
Parte del mismo consenso estriba también en entender que su posterior desarrollo requiere reformas que excluyan la “legislación en caliente” o recalentada por vísceras, tripas y posverdad. No se deben ignorar las evidencias disponibles: así, España es desde hace algún tiempo uno de los países de la UE con menor tasa de criminalidad pero con mayor tasa de población encarcelada. En su conjunto, las penas en nuestro sistema no operan con lenidad, contando con la más alta ratio de internamiento prolongado en prisión. La situación real incluye actualmente condenas de hasta 30 años de “cumplimiento íntegro”, excepcionalmente 40 (¡próxima a la perpetua!) contra los delitos graves que indicien peligrosidad.
Asunto de tal calado como la materia penal debe acometerse sin concesiones al tendido cero ni al plató
En ese escenario se introdujo, de la mano del PP y su mayoría absoluta (2014), la discutida PPR que luego -todavía en el Gobierno (2018)- quiso extender a otros supuestos, en pugna con sus oponentes que apuestan por su derogación. ¿Marcaría esa ampliación alguna diferencia sensible respecto del estatus actual? La respuesta corta es no. No sólo porque ya son posibles penas de largo tiempo de reclusión “efectiva”, sino porque la Constitución prohíbe la aplicación retroactiva de sanciones o medidas restrictivas de derechos, siendo imperativa, al contrario, la norma penal más favorable a la reinserción y al reo.
¿Por qué discutimos tanto? ¿Quizá porque el Gobierno -aun entonces del PP- propuso, una y otra vez, reformas del CP a golpe de crímenes horrendos o de sentencias polémicas (protestadas socialmente, como la de La Manada), desafiando así a sus perseguidores con técnicas de populismo punitivo? Y porque ese modo de actuar parece haberse abonado al manual de cómo no legislar: asunto de tal calado como la materia penal debe, por regla, acometerse con método menos tóxico. Sin concesiones al tendido cero ni al plató, y menos a circos mediáticos o al linchamiento en las Redes alrededor de las víctimas de atrocidades que concitan y reclaman toda solidaridad. Una reforma penal merece un contraste de argumentos. Pros y contras. Perfilando las opciones disponibles, y afilando las medidas penitenciarias y las posteriores a largos años de cárcel (tratamiento psiquiátrico, alejamientos, seguimientos...).
En la presente circunstancia, lejos de la ideal, creo, como con Dukakis, que quien se atenga a principios estará haciendo lo correcto. Con firmeza y sin cesiones a un populismo punitivo, exacerbado, sin duda, por delitos execrables, por su exposición mediática y por la agitación de reacciones más cargadas de pasión que de ponderación. En medio de cualquier tormenta cabe resbalar en la indignación que confunde. Pero también preservar la identidad política ante un implacable stress test. Si así se hace, habrá opción de permanecer en lo público desde una posición propia; si no, se expone uno a perder la credibilidad. Que es ese activo precioso que tanto cuesta ganar, y tan rápido se pierde.
*** Juan F. López Aguilar, catedrático de Derecho Constitucional, es eurodiputado socialista y fue ministro de Justicia (2004-2007).