1. “El 1-O hubo 1.000 heridos”
Jamás hubo 1.000 heridos. La cifra oficial de la Generalidad, que cayó desde la cota de los “más de 1.000” del 1-O hasta los 893 de sólo unos días después, fue rebajada por el juez instructor del Juzgado de Instrucción número 7 de Barcelona Francisco Miralles Carrió a sólo 130 en la ciudad de Barcelona, el escenario de la mayor parte de las cargas policiales de la jornada. Sólo dos de esos “heridos” fueron considerados heridos graves: uno de ellos fue ingresado por un infarto y el otro, por el impacto de una pelota de goma en un ojo.
La cifra falsa tiene su origen en el llamado “protocolo del 1-O”. Es decir, en las órdenes recibidas por los hospitales de toda Cataluña para que se asignara ese día un código concreto a todos los ciudadanos “atendidos por la actuación de la Policía Nacional o la Guardia Civil”. La trampa estaba en la letra pequeña del contrato. La jerga hospitalaria distingue entre ciudadanos “heridos” (lesionados) y “atendidos o asistidos” (los que pasan por un hospital sin estar realmente enfermos o lesionados, en la mayor parte de los casos por nervios o ansiedad).
De esta manera, la Generalidad se aseguró de que todos los ciudadanos que acudieron a un hospital el 1 de octubre, algunos de ellos afirmando haber sufrido un “ataque de ansiedad” o incluso “mareos” al ver las cargas policiales en TV3, fueran contabilizados como “heridos”.
Según una investigación del diario El Mundo, muchos centros ni siquiera percibieron un incremento de la actividad en urgencias. Uno de los casos más llamativos fue el de uno de los centros de atención primaria de la zona del Vallés en el que apenas se contabilizaron cinco casos. Tres de ellos eran heridos leves por rasguños y arañazos, y los otros dos, víctimas de ataques de ansiedad.
“Este balance de heridos no existe en Europa desde la II Guerra Mundial”, dijo Jordi Sánchez, presidente de la Asamblea Nacional Catalana por aquel entonces y hoy en prisión a la espera de ser juzgado por rebelión. Jordi Sánchez, como el resto de los líderes separatistas, mentía entonces y sigue haciéndolo hoy.
2. “Fue un referéndum de estándares internacionales”
Ninguna autoridad o institución nacional o internacional de prestigio, más allá de las de estricta obediencia separatista, ha dado jamás validez alguna al simulacro de referéndum del 1-O. Las condiciones en las que se produjo la consulta, con ciudadanos votando hasta cuatro veces y un constante trasiego de urnas preñadas de votos que aparecían por sorpresa en el maletero de coches particulares o en los lugares más insospechados, no invitan tampoco a pensar que sus supuestos resultados se acerquen ni por asomo a la realidad.
Fue la Generalidad la que se encargó, apenas unas horas antes de la votación, de dinamitar cualquier resto de credibilidad que le pudiera quedar a su simulacro de referéndum de independencia al anunciar el llamado “censo universal”, que en la práctica permitía a los catalanes independentistas votar en cualquier colegio electoral tantas veces como lo desearan debido a los problemas informáticos vividos en los colegios electorales. El Gobierno catalán llegó incluso a invitar a los ciudadanos a que se imprimieran las papeletas en su casa y el mismo Carles Puigdemont votó en un colegio que no le correspondía después de que la Guardia Civil clausurara el suyo.
La votación tampoco contó con una junta electoral con una mínima apariencia de imparcialidad capaz de confirmar la corrección del proceso. El Gobierno autonómico sí encargó en cambio a un autodenominado “grupo académico” de siete afines un “seguimiento” de la jornada. Nadie prestó jamás excesiva atención a sus conclusiones puesto que el resultado anunciado por la Generalidad se dio por válido entre el separatismo desde el primer minuto.
Ni siquiera el equipo dirigido por la neozelandesa Helena Catt, el más “predispuesto” a confirmar las bondades de la votación, dio la más mínima validez al resultado más allá de un genérico “vimos repetidamente que quienes trabajaban en los colegios electorales lo hacían de buena fe, y no vimos ningún intento de manipulación”. La misión de “observadores internacionales” dirigida por el embajador holandés Daan Everts fue bastante menos amable: "La misión debe concluir que el referéndum, tal y como se hizo, no puede cumplir con los estándares internacionales”.
3. “Hubo un 43,03% de participación y votó ‘sí’ el 90,18% de los catalanes”
“Recuento final basado en papeletas verificadas y no secuestradas”, dice la página web de la Generalidad en la que aún se pueden consultar los supuestos resultados oficiales del simulacro de referéndum del 1-O. Dadas las condiciones en las que se produjo la consulta, la veracidad de esos datos es tan dudosa como el mito cristiano del Arca de Noé.
Recordemos, en cualquier caso, que estamos hablando de un Gobierno formado por personajes que en algunos casos (Clara Ponsatí) han reconocido “haber jugado de farol” con el Estado, que en otros casos han huido de la Justicia dejando en la estacada a sus propios compañeros (Carles Puigdemont, Toni Comín, Meritxell Serret y Marta Rovira entre otros) y que, en prácticamente todos los casos, siguen sosteniendo la idea de que una de las regiones más ricas de la quinta economía europea, con una renta per cápita media de 25.000 euros anuales, está “oprimida” por un Estado que aparece en todos los rankings internacionales como uno de los más libres, democráticos, tolerantes y descentralizados del mundo.
Dicho de otra manera: estamos hablando de un Gobierno y de un movimiento que ha hecho de la mentira, la manipulación y la hipocresía su modus operandi habitual.
4. “No va de independencia, va de democracia”
Este ha sido uno de los eslóganes más repetidos por el independentismo durante los últimos doce meses. Si se atiende a sus palabras y no a sus hechos, el independentismo apenas habría pretendido consultar a los ciudadanos acerca del nivel de autogobierno que deseaban para su comunidad. "Y en cierto modo es así", escribe el periodista Daniel Gascón en su libro El golpe posmoderno. 15 lecciones para el futuro de la democracia, probablemente uno de los mejores que se han escrito sobre lo ocurrido durante el último año en Cataluña. "Pero no en el sentido en el que ellos lo decían", añade.
Es una obviedad, pero en la Cataluña de 2018 se hace necesario recordarlo a diario: no existe democracia sin Estado de derecho. El referéndum no sólo era ilegítimo y fraudulento, sino también delictivo, puesto que nacía de las leyes predemocráticas aprobadas en el Parlamento catalán el 6 y el 7 de octubre de 2017, los días en que los partidos separatistas catalanes dieron eso que Curzio Malaparte describe como "un golpe de Estado de funcionarios".
Según la profesora de Derecho Constitucional Argelia Queralt, las llamadas leyes de desconexión "supusieron la práctica eliminación del debate entre los grupos y la posibilidad de la oposición de plantear sus puntos de vista ante un texto que no podía aprobarse con las reglas de juego existentes, como habían puesto de manifiesto el secretario general y el letrado mayor del Parlamento".
La Ley de Transitoriedad Jurídica, una especie de Constitución provisional a la espera de la aprobación de una Constitución catalana definitiva, no sólo convertía en ciudadanos de segunda a los ciudadanos catalanes no nacionalistas y aplastaba los derechos de los ciudadanos españoles, sino que imponía por la fuerza un régimen pseudo-totalitario sin separación de poderes, situaba la voluntad popular por encima de las leyes y concedía poderes prácticamente absolutos al presidente de la República, al que convertía también en jefe de Estado y primer ministro.
5. Cataluña ha votado por la independencia
Incluso dando por buenos los resultados falsos del simulacro de referéndum del 1-O, el separatismo no consiguió más que el 38,5% de votos favorables a la independencia respecto al total del cuerpo electoral, un porcentaje muy inferior a esa "mayoría clara" que suele exigirse en derecho internacional como requisito previo para la adopción de decisiones de graves consecuencias prácticas, como la ruptura de un Estado.
6. "No hubo violencia"
La confusión entre violencia física y violencia política, es decir entre delitos comunes y delitos políticos, ha sido habitual entre los líderes del proceso separatista. El régimen separatista ha ejercido a lo largo de 40 años de democracia, y en distintos grados en función de la permisividad del Gobierno central de turno, una violencia extrema contra la mitad de los ciudadanos catalanes, los no nacionalistas.
Durante el último año, esta violencia ha alcanzado cotas inéditas en la democracia española. No le resta gravedad el hecho de que esta se haya expresado a través de mecanismos no habituales ("posmodernos" en la terminología de Gascón) como la ocupación del espacio público con simbología independentista, la desobediencia o la presión social, financiera y mediática contra los discrepantes.
Durante cuarenta años, el régimen nacionalista ha impedido a los catalanes desafectos elegir libremente el idioma de escolarización de sus hijos. Ha desobedecido todas las sentencias del Tribunal Constitucional al respecto. Ha situado a la mitad de sus ciudadanos fuera del paraguas protector de los Mossos d'Esquadra. Les ha llamado colonos, charnegos, bárbaros, invasores y desagradecidos. También ha hecho mofa de ellos en los medios de comunicación públicos y privados catalanes y les ha caricaturizado como fascistas descerebrados a medio alfabetizar.
Ese régimen ha aislado, marginado y ridiculizado a los críticos, y ha abjurado de sus intelectuales, artistas, escritores, periodistas y empresarios impermeables al sentimentalismo nacionalista. Ha insultado y deslegitimado a los líderes de la mitad de los ciudadanos incluso cuando estos han ganado elecciones autonómicas y obtenido más de un millón de votos (Inés Arrimadas). Ha condenado al ostracismo a disidentes y críticos, por más catalanes que fueran estos. Albert Boadella, Félix de Azúa, Isabel Coixet, Francesc de Carreras, Albert Rivera, Aleix Vidal-Quadras, Xavier García Albiol, Juan Carlos Girauta o Jordi Cañas son testigos de lo dicho.
El referéndum del 1-O no fue sólo el segundo golpe de Estado sufrido por la democracia española durante sus 40 años de vida, sino también el día en que poco más de un tercio de los ciudadanos catalanes decidieron que sus derechos (imaginarios) a la autodeterminación debían ser impuestos a los dos tercios restantes a costa de sus derechos civiles y políticos. Fue el día en el que ese tercio de ciudadanos catalanes, según las propias cifras proporcionadas por la Generalidad, votaron por una república étnica y culturalmente pura. Es decir, por un ideal fascista barnizado de palabras grandilocuentes como "democracia", "dignidad" o "paz".
7. "Fue un día de dignidad"
Un pueblo que encuentra digna la implantación de un régimen nacionalista de raíz étnica no merece la independencia ni, muy probablemente, la autonomía. El 1-O será convertido por el nacionalismo en una de sus habituales derrotas históricas a conmemorar, pero la Democracia española haría bien considerándolo como lo que es: el día en que un grupo de españoles refractarios a los usos de la democracia intentaron imponerse a sus compatriotas por la fuerza.