No era cierto que fueran un solo pueblo, ni de que se tratara de la “revolución de las sonrisas”, ni que quien no es nacionalista catalán es porque abandera el nacionalismo español, ni son mejores catalanes aquellos que comulgan y obligan a comulgar con la religión catalanista. Tampoco era verdad el bloque monolítico que pretendían ser, y hoy el independentismo está dividido y enfrentado.
A un año del referéndum ilegal del 1-O hay algunas enseñanzas que sacar, aunque la distancia sea tan corta que no sea posible todavía deducir todas las consecuencias.
1.- La institución del Gobierno es débil
El Estado de las Autonomías se configuró sobre la premisa de ir debilitando progresivamente al Gobierno central -no confundir con Estado-, en beneficio de los Gobiernos autonómicos. Esto ha supuesto cuarenta años de vincular el progreso y la democracia a la descentralización y al crecimiento artificial, institucional y subvencionado de las identidades regionales y nacionales.
Ese desarrollo autonómico y su espíritu han sustituido la noción de obediencia que debe caracterizar a todo Gobierno central por la noción de diálogo entre Gobiernos iguales, aunque sean de rangos distintos. El procés ha mostrado que el Ejecutivo nacional no es capaz de ejecutar sus órdenes, hacer que se respete la legalidad o conformar la conducta de la gente en aquellas partes del territorio que más han asumido la esencia del régimen: la descentralización progresiva.
El golpismo desarrollado desde el 6 y 7 de septiembre de 2017, al menos, cuando se aprobaron las “leyes de desconexión”, hasta la aplicación del artículo 155, el 27 de octubre, muestra esa debilidad de la institución del Gobierno. El despliegue de la Policía Nacional y Guardia Civil en Cataluña aún habiendo fuerzas en teoría suficientes para salvaguardar el orden el 1-O, los Mossos, es una prueba contundente. Fueron tratadas como “tropas de ocupación”, humilladas y perseguidas, frente a los policías “simpáticos” y “colaboradores” de Trapero.
El comportamiento de la mayor parte del sistema educativo catalán y de los medios de comunicación confabulados en el referéndum ilegal no es una muestra de la fortaleza de nuestra democracia, sino de todo lo contrario. La propagación de doctrina supremacista en las escuelas, la instrumentación coreográfica de los niños, el uso de edificios públicos, así como la manipulación ejercida por los medios de información catalanes, son costumbres propias de las dictaduras.
No se trata ya de que se cumpla la ley, sino de asegurar el libre ejercicio de los derechos individuales y la convivencia, en franco deterioro progresivo en los últimos cuarenta años. Ese pisoteo de la libertad no ha traído a Cataluña más que decadencia en todos los órdenes. Por esto sería conveniente, como enseñanza del 1-O, replantear que el Gobierno central recuperara educación y orden público.
2.- La calle es del supremacismo
El nacionalismo se ha articulado como un movimiento social posmoderno; es decir, no ha partido de manera espontánea ni autónoma, sino ligado política y económicamente a la Generalitat. Omnium, ANC, y los CDR y Arran como brazo armado, no son contraculturales, sino propagadores de la verdad oficial y fautores de la premisa independentista: la necesidad de un pueblo de cumplir con su “unidad de destino en lo universal”.
Las técnicas del activismo se han aplicado con mucha eficacia: desfiles, comparsas y performances, bloqueos de edificios y lugares públicos, así como violencia ambiental y física. A esto sumamos que en este último año han demostrado su victoria en el lenguaje y el aspecto simbólico con el lazo amarillo. Es esa capacidad que han tenido para extender la idea de que los golpistas son “presos políticos” ya que siempre hay que recordar que no lo son; o que todo es una cuestión de democracia y que el Estado español es “opresor”, “fascista” o “franquista”.
Su éxito ha sido tal en este año que mucho analista ha incorporado la explicación de que el Estado no existe en Cataluña para referirse al Gobierno central, olvidando que las instituciones autonómicas y locales son Estado. Esto ayuda al discurso independentista, ya que convierte el procés en un enfrentamiento del “pueblo de Cataluña” contra el Estado, y no en un golpe institucional.
3.- Al mundo le da igual
La estrategia nacionalista para dar a entender al mundo que Cataluña no es España fue la de crear una diferenciación cultural en el exterior. De ahí el desvarío de las embajadas catalanistas. Al tiempo, desarrollaron un discurso falso sobre la interpretación de la ONU del “derecho de autodeterminación”, y que Escocia y Quebec eran el mismo caso. Incluso llegaron a nombrar a Romeva una especie de “ministro de Asuntos Exteriores”, mientras Artur Mas se prodigaba en medios extranjeros para asegurar que era el representante de una nación oprimida.
A partir de aquí montaron una estrategia de comunicación muy clara para el 1-O: mostrar la violencia del Estado español frente al pobre pueblo catalán que, en su “revolución de las sonrisas”, solo quería democracia y paz. La debilidad e incompetencia de los gobiernos españoles permitieron esta ventaja, y aquel día, como los siguientes, la prensa extranjera, bien adoctrinada desde la Generalitat, filmó y fotografió los enfrentamientos entre las Fuerzas del Orden y la tropa golpista.
Pareció entonces que la UE y el mundo civilizado se echarían al cuello del Gobierno español, pero solo hubo unas declaraciones biensonantes. Las puertas se cerraron al independentismo cuando, a renglón seguido, le comunicaron desde Bruselas que quedaría fuera de la UE. Y de nada valió la fuga de Puigdemont para concienciar a Europa. La negativa del juzgado de Schleswig-Holstein de no conceder la extradición de Puigdemont cayó en saco roto, al igual que la actitud belga.
Desde entonces, tan solo los patéticos grupúsculos ultraderechistas, alguno con pasado nacionalsocialista, han apoyado al independentismo. La evidencia ha forzado a Puigdemont, expulsado del grupo de los liberales europeos, a confesar que la UE no les apoya. Al mundo le da igual, o piensa que es un asunto español, o que los supremacistas son unos carcas. Fracaso.
4.- Una sociedad tan aburrida como dividida
No se puede negar que los defensores del orden constitucional en el resto de España no han mostrado durante este año la deseable unidad, responsabilidad ni sentido de Estado. La aprobación del artículo 155 fue un apaño orquestado para mantener un delicado equilibrio entre hacer y aparentar: era preciso acabar con el golpe, pero hacerlo de forma que no dañara su imagen de demócratas.
El discurso del Rey y la reacción de la gente en las calles, espontánea y sincera, tanto en Cataluña como en el resto de España, hubieran merecido una respuesta diferente por parte de los dirigentes políticos. Enseguida empezaron las voces alertando de la resurrección de la ultraderecha en España, de que tanto “patriotismo de balcón” era populismo del malo, nefando, de postal franquista. A esto le siguió el enfriamiento popular, la abulia y, finalmente, la desafección.
Luego llegó la moción de censura en la que el PSOE de Pedro Sánchez, el mismo que había dicho en mayo de 2017 que había que endurecer el delito de rebelión, y que aseguró su apoyo en la represión del golpe, pactó con los golpistas derribar al Gobierno. A partir de ahí los socialistas cambiaron. Tuvieron que rectificar su negativa a defender al juez Llarena, Borrell dijo que Cataluña es una nación, Sánchez habló de un “referéndum de autogobierno”, y Carmen Calvo de poner en la calle a los golpistas.
El conjunto ha mostrado una sociedad española en su mayoría aburrida del tema, mientras que en Cataluña el enfrentamiento es cada día mayor, la brutalización de la política se masca en las calles, y el ambiente está mucho más enrarecido. Mal año.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.