Con España parece pasar lo contrario que, según el tópico, ocurre con los habitantes de una maravillosa república sudamericana, que haríamos un gran negocio si la comprásemos por lo que cree valer y la vendiésemos por su valor real en el mercado. España se subestima de manera habitual: los españoles somos muy propensos a rebajar nuestras virtudes y a desestimar los méritos, lo que, por cierto, podría considerarse una forma sibilina de soberbia colectiva.
Lejos de explicaciones, por llamarlas de algún modo, psicológicas, tan turbias como interesadas y sin fundamento, no cuesta mucho ver cómo las razones de tal complejo, que tientan a todos, se asientan en una historia bastante singular, aunque tampoco convenga exagerar. Es un hecho que, junto con Portugal, somos la nación europea con las fronteras más estables desde hace ya más de quinientos años, y que hemos sido los primeros europeos en perder un gran imperio transoceánico, además de no haber participado de manera directa en las dos grandes guerras europeas del siglo XX, lo que, dicho sea de paso, tampoco parece un buen argumento para el denuesto.
Nuestros antepasados han hecho unas cuantas cosas notables, como dejar un mundo repleto de muestras de su paso, dejando en herencia una lengua muy clara y hermosa que, curiosamente, solo encuentra enemigos, de oficio, dentro de casa. Buena parte de esa vieja historia la hemos hecho de la mano del catolicismo, y de ahí nos han venido no pocos adversarios y querellas.
Lo más notable de nuestro caso es que, buena parte de nuestras élites intelectuales han llegado a aceptar como verdad inconcusa las consignas de una leyenda (negra) que se debe al hecho cierto de haber mandado bastante en el pasado y así, por ejemplo, Gustavo Bueno ha podido afirmar que Ortega y Gasset se “tragó entera la leyenda negra”, algo tal vez exagerado, pero no del todo incierto.
Pocos países pueden presumir de haber sufrido una crítica tan intensa de su propia 'minoría selecta'
Sea como fuere, pocos países pueden presumir de haber sufrido una crítica tan intensa de su propia minoría selecta, algo que comenzó muy pronto, con la defensa escolástica de los derechos de los indios, un rastro de dignidad y de altruismo que es bastante inútil buscar en el patrimonio moral de otros colonizadores.
Hay algo paradójico en toda esa peripecia, esa cierta contradicción que se asoma en el Ortega que crítica el valor de las minorías españolas, de su clase, mientras alaba sin rebozo el valor del pueblo, de lo anónimo español, autor según el filósofo, de todo la grande que se ha hecho en España. Me parece que el momento de esas dialécticas ya está, en cualquier caso, muy pasado.
Más cerca de ahora, pero ya fuera del primer plano salvo para los muy miopes, está la excepción del franquismo, esa especie de triunfo residual de los vencidos en 1945 que ha servido, entre otras cosas, para inventarse coronas martiriales a muchos que se lo pasaron lindamente bajo el mandato del general, el personaje histórico que seguramente ha conseguido mayor nivel de transformación de partidarios o indiferentes en acérrimos y feroces enemigos, una vez muerto.
El hecho es que, en no pequeños sectores de la izquierda, y contra lo que sintieron la mayoría de los rojos, el antifranquismo se ha convertido en antiespañolismo y, así, un tipo de camisa tan parda como, por ejemplo, el señor Torra, puede reclamar que se le tome por un demócrata acendrado. Esa extraña simbiosis de izquierdismo y alergia ante cualquier cosa que suene a España tiene los días contados, quiero creer, pero todavía paga dividendos en ciertos sectores, a pesar de los esfuerzos iniciales de Iglesias por hablar de la patria, o del gesto del primer Sánchez retratándose ante una gigantesca tricolor.
Esa fiesta se venía celebrando, de una u otra forma, al menos desde 1913, como día de “la raza”
Así las cosas, un decreto de 1987 dio continuidad a una tradición ya secular de celebrar el 12 de octubre como fiesta nacional, puesto que esa fecha simbolizaba muy bien la efeméride histórica en la que España culmina la construcción de su unidad política, al tiempo que recuerda el inicio de “un período de proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos”, como dice la propia norma.
Esa fiesta se venía celebrando, de una u otra forma, al menos desde 1913, como día de “la raza” (que es la forma en que en esos años se llamaba a lo que ahora llamaríamos “cultura”), y no mucho después cambió su nombre por día de la “Hispanidad”, siguiendo una sugerencia de Maeztu, y acabó convirtiéndose en fiesta nacional a mediados del siglo pasado. Más allá de la historia, que nunca es definitiva, ninguno de los dos motivos que hay debajo de esta elección carece de fundamento.
Haber uncido a América con Europa no es una hazaña menor y, como decía Juan de Mairena, no se hizo un mal papel. Ese recuerdo muy bien puede ligarse, como se ha hecho, a la celebración de lo que somos y lo que queremos ser, algo que siempre debiera pesar más que cualquier atadura, y que solo se logra en plenitud cuando se mantiene y se potencia la unidad que da sentido al colectivo.
El propio Machado escribía, en plena guerra civil, que a “España, hoy como ayer, la defiende el pueblo, es el pueblo mismo algo muy difícil de enajenar”, unas palabras que parecen describir el estado de ánimo colectivo que se asomó a calles y ventanas con motivo de la firme respuesta del Rey al mayor atentado contra la unidad española que, como un cáncer funesto, ha puesto a media Cataluña contra la otra media, y contra toda España.
Nuestra realidad política es una democracia con márgenes de libertad que resisten cualquier comparación
Ahora no existe el menor motivo para denigrar la realidad política española, una democracia verdadera con márgenes de libertad que resisten cualquier comparación. Naturalmente que no somos una nación sin defectos, esa pretensión tan necia que se quede para las imágenes de los que sueñan en comunidades ideales fuera del tiempo y de las leyes, sumergidas en una identidad amniótica.
Pero no tenemos ninguna tacha que nos obligue a la vergüenza, sabemos distinguir los vicios de cualquiera, por muchos que sean, de la naturaleza que nos es común, y estamos encantadamente hartos de celebrar los éxitos de muchos de nosotros, deportivos, económicos, empresariales, científicos y de cualquier tipo, por las cuatro esquinas del planeta.
Son noticias que nos llenan de alegría y de orgullo porque significan algo que nos pertenece y que nos une, que merece, sin duda, una conmemoración, el disfrute de esa alegría colectiva y solidaria muy unida a la forma festiva de vivir que es una de las notas que nos han hecho meritoriamente famosos: ¡a celebrarlo, pues!
*** José Luis González Quirós es profesor de Filosofía de la Universidad Rey Juan Carlos y autor del libro 'Una apología del patriotismo' (Taurus, 2002).