Gabriel Rufián durante una de las sesiones del Parlamento en mayo de 2017.

Gabriel Rufián durante una de las sesiones del Parlamento en mayo de 2017. Gtres.

Tribuna

Por qué habría que tomarse en serio a Gabriel Rufián

El autor reflexiona sobre los nacionalismos vasco y el catalán, a los que achaca un mismo origen: el supremacismo.

20 octubre, 2018 01:11

La última ya la saben. Consiguió que una señora diputada del PP en sede parlamentaria le llamara lo que todo el mundo lleva pensando de él desde que empezó con sus performances provocativas en el Congreso. Lo que ocurre es que, a mi juicio, estamos ante un personaje que significa –en sí mismo y en los muchos que se sienten representados por él– una clave mayor de nuestra historia política contemporánea. Y a intentar explicar esto dedico las líneas que siguen.

Gabriel Rufián es provocador ya desde su mismo apellido. Y por su apellido mismo es por donde tenemos que empezar, porque hasta eso está siendo aprovechado por quienes le pusieron en ese puesto tan relevante que ahora ocupa en nuestra política nacional. Los dirigentes de ERC, como los del resto del nacionalismo catalán, saben que de los votos de los inmigrantes españoles y sus descendientes en Cataluña depende que el nacionalismo independentista sea o no triunfante allí. Recuerden aquel cara a cara entre Artur Mas y Felipe González en un programa de televisión, donde el defenestrado dirigente catalán reconocía abiertamente la aportación imprescindible de los no autóctonos en el “procés”. Y en lo único que se diferencia un autóctono de un inmigrante, tanto en Cataluña como en Euskadi, es precisamente en los apellidos: el álter ego vasco de Rufián en el Congreso es Oscar Matute, representante de EH Bildu, pero sin la capacidad de provocar que tiene aquel.

En Euskadi y en Cataluña una buena parte de sus ciudadanías no autóctonas –procedentes de la inmigración de otras regiones de España desde finales del siglo XIX y sobre todo desde mediados del siglo XX, debido a la industrialización súbita de ambas regiones–, es la que les da a sus nacionalismos respectivos la mayoría de la que gozan en sus parlamentos autónomos y la que les permite además avanzar hacia posiciones de enfrentamiento y desafío al Estado español con la demanda de autodeterminación e independencia.

Es por esto que digo que el fenómeno de Rufián hay que tomárselo muy en serio y no caer precisamente en lo que él está buscando desde que le eligieron Diputado en el Congreso: que en el resto de España le desprecien por charnego independentista, vendido al nacionalismo. Justamente eso es lo que él quiere y lo que sus valedores nacionalistas autóctonos quieren: que en el resto de España los inmigrantes que se suman a la causa nacionalista sean rechazados por haberse travestido de lo que no son y por haberse sometido al dictado de los nacionalistas. Eso, con ser verdad, solo provoca el reforzamiento de los Rufianes y los Matutes en sus ámbitos respectivos y no ayuda en nada a lo que supongo que todos los españoles queremos: la desactivación de los resortes sociológicos y políticos que engordan al independentismo en España.

Es obvio que tanto el nacionalismo vasco como el catalán tienen su origen en lo que hoy llamamos supremacismo. Una parte de la élite intelectual, política y económica de esos territorios buscó diferenciarse del resto y construyó un argumentario histórico y hasta biológico al efecto. Y no es en absoluto casual que ambas ideologías surgieran en territorios y coyunturas coincidentes con una gran entrada de inmigración de otras partes de España por efecto de una industrialización intensiva. Lo verdaderamente insólito es que a ambos nacionalismos se hayan sumado entusiásticamente tantos elementos procedentes de la inmigración, precisamente el colectivo demonizado y rechazado por los nacionalismos desde su origen.

Es obvio que tanto el nacionalismo vasco como el catalán tienen su origen en lo que hoy llamamos supremacismo

La inmigración en los nacionalismos ejerce el papel de relleno necesario para volcar la balanza electoral a su favor. Los puestos directivos obviamente se reservan para los autóctonos, que tienen que dar el sello definidor al movimiento. Pero en puestos estratégicos, por ejemplo en los representantes en el Congreso, sí hay lugar para los sobrevenidos: ahí están Rufián, Matute o el propio Aitor Esteban Bravo, de ascendientes sorianos. Los nacionalismos quieren demostrar ante el resto de España que lo suyo no es discriminatorio sino integrador.

Los nacionalismos aspiran a tener un Estado propio en el que nos anuncian que no habrá discriminación por origen y la integración que ahora muestran de elementos de la inmigración lo probaría. Pero para conseguir dicho Estado tienen que apelar a un origen distinto al del Estado del que se quieren separar: un origen del que no forman parte, por definición, los colectivos de inmigrantes de otras partes de España. Pero son esos inmigrantes o sus descendientes –caso de Rufián– los que se suman al nacionalismo y le dan la baza de la integración que tanto necesita.

Llegados a este punto, mi hipótesis para entender ese movimiento de los inmigrantes, en favor de unos nacionalismos que por definición les excluyen y subordinan, consiste en verlo como una forma de protestar ante España, por el olvido al que les ha sometido. En efecto, la España contemporánea en la que surgen los nacionalismos periféricos siempre ha considerado como interlocutores políticos de Euskadi y Cataluña a sus nacionalismos respectivos. Y esos inmigrantes como Rufián o Matute lo que están queriendo decir, haciéndose nacionalistas, es que esa es la única forma que les dejan para sentirse reconocidos, no ya en Cataluña o en Euskadi –donde se les necesita para formar mayorías decisivas–, sino en la propia España que les ignora políticamente y a la que en el fondo, pienso, tanto añoran.

*** Pedro José Chacón Delgado es profesor de Historia del Pensamiento Político en la UPV/EHU.

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