Cuando el mundo que nos rodea aparece confuso y contradictorio, la perspectiva crepuscular que esta sensación produce nos lanza a elucubrar, a bracear en la niebla para encontrar la luz y el porqué a tanta paradoja.
Hoy, la estadística domina en la interpretación de la realidad. Los españoles nos salimos de tabla en muchísimos ámbitos: deportes, generosidad, trasplantes y donaciones, grandes obras civiles, trenes, automóviles…
Todo esto se ve eclipsado en nuestra percepción por la impresentable vida política y el deterioro de las instituciones. Véase la educación, la sanidad, el Estado de las autonomías… Saturados de palabras y tertulias, queremos aclarar responsabilidades e identificar al culpable.
Supongo que muchos de ustedes estarán señalando a nuestros políticos. Eso es, precisamente, lo que me produce perplejidad. Nuestros políticos, aunque no sean los sabios de Grecia, son más inteligentes y honrados que la media de los españoles. Durante casi cuarenta años de democracia emplomada, se han jugado la vida. Muchos la perdieron. Sinceramente, no creo que este colectivo deba cargar con toda la culpabilidad.
A las formaciones políticas les importa España; no obstante, estén seguros de que primero va su supervivencia
Últimamente, la actuación de algunos miembros –o miembras, si así lo prefieren– del Congreso y el Gobierno, que han renegado de sus manifestaciones en menos de veinticuatro horas, me ha recordado al debate económico que mantuvieron Pizarro y el entonces ministro Solbes. Ambos inteligentes, honestos y extraordinariamente informados. A Pizarro le tocó el papel de Casandra. Anunció la crisis con una precisión en los datos escalofriante. Solbes, que conocía tan bien esas cifras como Pizarro, negó la mayor y, con la habilidad del buen político, intentó convencer a los que querían ser convencidos. Pizarro mató a la clueca de los huevos de oro y pinchó la burbuja que resultaba confortable al Gobierno, la oposición y muchos particulares.
Manuel Pizarro, sin actividad política conocida, era un hombre razonablemente libre. Por el contrario, Solbes, perteneciente al PSOE y miembro del Ejecutivo, carecía de esa libertad para expresar su verdadero conocimiento de la situación.
Los partidos políticos son máquinas devoradoras de personas y recursos. Cuando uno les pertenece, pierde su conciencia y libertad. No era Solbes el que hablaba, sino el PSOE. Hoy, casi diez años después, estoy seguro de que no se siente satisfecho de aquel debate.
Volvamos al presente. La situación aparece meridianamente clara si tenemos en cuenta el estado preagónico en el que se encontraba el socialismo antes de la moción de censura. El partido eligió a la persona apropiada para sobrevivir. A nuestras formaciones políticas les importa España, o la idea que tienen de ella; no obstante, estén seguros de que primero va su supervivencia, segundo sus intereses de poder y, finalmente, la tierra donde se anclan. El lugar que ocupamos los habitantes de esa tierra es tan indeterminado como el principio de identidad Heidegger.
Los partidos son perversos y tienden a la dictadura por naturaleza. En algunos países lo han conseguido
Las decisiones del PSOE en esta encrucijada no son fáciles de tomar. Las concesiones al nacionalismo pueden ser mortales a medio plazo. Un grito estentóreo –para que se entere hasta el último votante de su partido– contra los planes y peticiones nacionalistas seguido de elecciones, sería una jugada de mucho rédito y alto riesgo. En todo caso, el PSOE se la está jugando.
Como pueden ver, hemos encontrado al culpable. Un culpable aforado por necesidad en lo que definimos como democracia parlamentaria. Es triste pero, como se suele decir, es lo que hay. Los partidos son intrínsecamente perversos y tienden a la dictadura por naturaleza. En algunos países lo han conseguido.
Teniendo en cuenta que el decir político no tiene la menor fiabilidad, dejar de escucharles no sería un mal consejo. Les propongo un juego para desahogo y regocijo. Se trata de un pasatiempo. Consiste en implantar en un país cualquiera un sistema político al que llamaremos “dictablanda temporal y revisable”. Con dos premisas: “No hay partidos” y “no hay parlamentos”. El Gobierno controlará todos los poderes salvo el judicial. La prensa no podrá manifestar opiniones fuera del periodo electoral.
Como se imaginan, es un juego largo. El verdadero ganador será quien descubra el sistema que evite que la dictablanda temporal del partido gobernante se convierta en una dictadura permanente. El éxito pasa por encontrar los medios que anulen ese tránsito. ¡A jugar!
*** José María García-Mina es químico.