Hace muy pocos días le expresaba una opinión a una persona que se ha ganado mi admiración y aprecio y a la que tengo por irremediablemente amiga: ser español es durísimo. Y es duro porque es imposible que nadie nos entienda. Eso genera desconsuelo y cada día que pasa proporciona un motivo nuevo para la aflicción.
Uno de esos días tuvo lugar hace unos meses: el auto del Tribunal Regional de Schleswig-Holstein que rechazó entregar por rebelión al huido Puigdemont me produjo desconsuelo, aunque lo que finalmente decidió era previsible desde sus primeras resoluciones. Yo mismo llegué a advertir en sendos artículos publicados en la prensa alemana sobre la magnitud del error previsible del Tribunal.
No me consuela que, apagado el ruido que provocó la resolución, hayan sido varios juristas alemanes de prestigio los que han reconocido la realidad del error en términos estrictamente jurídicos. Pero es necesario hacer autocrítica si queremos aprender algo de ese desgraciado episodio y la voy a hacer.
Dice la resolución del tribunal alemán, refiriéndose al auto de procesamiento de nuestro Tribunal Supremo, que “el relato de los acontecimientos comienza en la primavera de 2015, si bien el acusado supuestamente cometió los dos delitos que se le imputan entre el 6 de septiembre y el 1 de octubre de 2017”. Más adelante añade: “En el mismo se vuelve a hacer un relato de la evolución histórica, comenzando en esta ocasión en 2012”.
¿Cómo podrá nadie entender que la Fiscalía haga una cosa y que el Estado, a través de su Abogacía, diga otra?
He releído muchas veces esa resolución y he llegado a la conclusión de que son esas pocas líneas las que explican su sentido y las que me llevan a suavizar mi crítica al tribunal alemán: ¿cómo puede nadie creerse que durante tres o cinco años se ha larvado a la vista de todos un delito de la magnitud del que justifica la petición de detención y entrega y que el Estado, un Estado que se supone serio, no hiciese nada efectivo para impedirlo? Insisto, tres o cinco años. Tengo que reconocerle al tribunal alemán que eso es algo difícil de creer. Yo lo creo, pero porque lo he visto y lo he vivido y, para qué engañarnos, porque soy español y estoy encallecido.
Otra más. Este mismo diario viene denunciando desde hace varios días más motivos para el desconsuelo: la prisión de Lledoners se ha convertido en un esperpento grotesco perfectamente equiparable a “La Catedral” del narco Pablo Escobar. Apunto una diferencia: al menos Pablo Escobar se pagó su prisión.
Pero mi reflexión es otra: cuando el proceso sea examinado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (porque lo será), ¿cómo podrá nadie creerse que la prisión provisional de los acusados era realmente necesaria con semejante incomprensible tolerancia por parte del Estado? Yo sé que es necesaria porque con lo que he vivido y lo que estoy viviendo en Cataluña se me hace evidente tanto el riesgo de fuga como de reiteración delictiva, pero insisto: lo vivo en primera persona, soy español y estoy encallecido.
Y una más. Se apunta, se rumorea, se amenaza con que la Abogacía del Estado contradirá a la Fiscalía y formulará un escrito de acusación que prescindirá de la rebelión. ¿Cómo podrá nadie entender que el Estado, a través de la Fiscalía, haga una cosa y que el Estado, a través de su Abogacía, diga otra? ¿Cómo será posible entender fuera de España (cómo se podrá entender en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos) que el Estado se sabotee a sí mismo? Tengo la respuesta: no se podrá entender, porque eso no lo hace un Estado, al menos no lo hace un Estado serio. Y el rotundo mensaje que habrá lanzado nuestro Estado a los cuatro vientos es que ni él mismo se cree lo que hace. Será el final del proceso judicial, el inicio (o la continuación) del nuevo procés y el punto final de España como un Estado serio y creíble en la comunidad de las Naciones, si es que a estas alturas lo seguimos siendo. Y esto es algo que ni yo consigo entender, pese a ser español y estar encallecido.
*** José María Macías Castaño es vocal del Consejo General del Poder Judicial.