Poco después de disparar a la cabeza de Abraham Lincoln, John Wilkes Booth levantó épicamente su brazo y blandiendo su cuchillo gritó aquello de "Sic semper tyrannis!", esto es, "¡Así siempre a los tiranos!". El que disparaba era un ferviente defensor de la esclavitud y el que recibía el tiro, mortal, uno de los personajes que más ha hecho por la causa de la libertad en la historia de la humanidad. Ello no impidió al primero llamar tirano al segundo, replicando las palabras que otro magnicida pronunció al asestar su puñalada a Julio César. Ambos asesinos estaban persuadidos de estar defendiendo las libertades frente al déspota de turno, en realidad el uno defendía los privilegios de los estados del Sur, y el otro, los privilegios del Senado romano.
Confusiones como las descritas ha habido muchas a lo largo de la historia, e incluso hay lugares donde la historia se ha escrito sobre ellas. Cataluña, sin ir más lejos. No deja de ser curioso que allá por el 1714, en uno de los varios momentos fundacionales de la por otra parte existente desde siempre nación catalana, la reivindicación de privilegios fuera el principal motivo de lucha. La opresión del tirano, cristalizada en el Decreto de Nueva Planta, podía resumirse así: dar a los catalanes la misma ley que al resto de los españoles; mientras que las supuestas libertades que reclamaban los migueletes cuando asesinaban botifleros al grito de "Privilegis o mort!" eran las "libertades góticas", tal y como las denominaban en gacetillas tan memorables como Despertador de Catalunya, Crisol de Fidelidad o Lealtad Cathalana, piezas maestras de un agitprop pionero e históricos precedentes de nuestra prensa subvencionada.
Habituados a vivir en esta indigencia conceptual, en la que la igualdad se toma por tiranía y el feudalismo por parlamentarismo, es perfectamente comprensible que en los ambientes donde el catalanismo es hegemónico se haya bromeado con la supuesta incoherencia de que alguien formado en la política francesa, la mejor escuela del republicanismo, haya defendido al rey de España frente a los ataques del separatismo catalán. El eterno debate entre monarquía y república es en gran medida un falso debate que reúne todos los ingredientes para atraer la atención de los populistas: los términos enfrentados son palabras ideales para la manipulación política, pues en ellas la connotación es muy superior a la denotación, o dicho de otra manera, son palabras que mueven más emociones que razones, pues todos sienten atracción o repulsión cuando las oyen, mientras que pocos saben lo que en realidad significan.
Previendo que el populismo haga este tema recurrente, tal vez no esté de más aclarar un par de confusiones. La primera es que al hablar de monarquía no hay que confundir entre rey constitucional y soberano. Los primeros son meras piezas en un sistema democrático en el que la soberanía reside en el pueblo; mientras que en los segundos la soberanía absoluta residía en su cabeza, y por eso la perdieron. Buena parte de las críticas vertidas hoy por los detractores de la monarquía parecen escritas por detractores despistados un Antiguo Régimen desaparecido hace más de dos siglos.
"El republicanismo no es, en rigor, una forma de gobierno, sino un modo de gobernar que se opone al despotismo"
La otra confusión es la que supone que la república es simplemente la forma de gobierno que se opone a la monarquía. Este error está mucho más consolidado y extendido, pero no por ello deja de ser un error, pues el republicanismo no es, en rigor, una forma de gobierno, sino un modo de gobernar que se opone al despotismo, es decir, una determinada manera de tomar las decisiones de gobierno que fomenta la virtud cívica y se muestra respetuosa con la pluralidad, la división de poderes o la participación ciudadana. Esto es así hoy y lo ha sido desde su origen. Tal vez sea Kant, en su Sobre la paz perpetua, quien mejor lo haya explicado. Recogiendo una clásica teoría aristotélica distingue entre quién ostenta el poder (la forma imperii), que según sea "uno", "varios" o "todos" dará lugar a una de las tres formas de gobierno: "monarquía", "aristocracia" o "democracia", y la manera como se ostenta ese poder (la forma regiminis), que puede ser la "republicana" o la "despótica".
Cuando el modo de gobernar no es republicano, sino despótico, y desaparece el vivere libero que debe caracterizar el gobierno basado en la virtud cívica, nos hallamos ante las versiones degeneradas de estas formas de gobierno. La monarquía degenera entonces en tiranía, la aristocracia en oligarquía y la democracia en demagogia, llamada a veces oclocracia o gobierno de la muchedumbre, que es como llamaban antes al populismo.
Esta clasificación la podemos leer ya en Aristóteles. Vaya, que hace ya unos cuantos siglos que el ser humano sabe que repúblicas como la de Nicolás Maduro en Venezuela, la de Teodoro Obiang en Guinea Ecuatorial o, según todos los indicios, la que pretendía establecer Puigdemont en Cataluña, son mucho más írritas al republicanismo que las monarquías de Margarita II de Dinamarca, de Guillermo Alejandro de los Países Bajos, o de Felipe VI de España, aunque la alcaldesa de Barcelona, a juzgar por sus recientes críticas a Manuel Valls, todavía no se haya enterado.
*** Pedro Gómez Carrizo es editor.