Iba a escribir que sorprende, pero no: lo cierto es que no sorprende el desinterés con que la opinión pública española ha acogido la noticia del Tratado de Aquisgrán, recientemente firmado por la canciller alemana, Angela Merkel, y el presidente francés, Emmanuel Macron. Y más o menos la misma indiferencia ha sido la respuesta dada al manifiesto La casa europea en llamas, por más que sus firmantes se encuentren entre los más lúcidos intelectuales de nuestros días.
No sorprende esta apatía porque la paz europea que venimos disfrutando desde hace ya casi tres cuartos de siglo se da por supuesta. Se da por supuesta con la mayor frivolidad. Como si fuera algo natural. Como si la historia de nuestro continente no hubiera consistido en una sucesión interminable de guerras, tensiones y matanzas, hasta que se puso en marcha el actual proyecto de la Unión Europea.
Por eso, como muchos parece que han olvidado por qué motivo se puso en marcha este proyecto, el nacionalismo está rebrotando con fuerza por doquier. Precisamente el nacionalismo, que ha sido la ideología causante de las guerras más sangrientas de nuestra historia.
El nacionalista somete a un chantaje moral a cualquiera que sienta afecto y preocupación por su patria
Hay que reconocer que los nacionalistas lo están teniendo fácil. Y que buena parte de la culpa de que esto sea así le corresponde a los responsables (o más bien irresponsables) políticos de nuestros países en las últimas décadas: era tan sencillo descargar sobre Bruselas cualquier decisión difícil que hubiera que tomar... Si llegaba una crisis, y era preciso hacer recortes, qué mejor excusa que Bruselas, para no tener que reconocer los propios despilfarros y la mala gestión. Si era necesario eliminar alguna subvención, es que la orden venía de Bruselas. Si nuestro sistema educativo no funcionaba bien, la culpa era de las directrices de Bruselas (o para el caso, de Bolonia...). Y así con todo.
Qué cómoda resultaba la coartada europea, para no tener que asumir ningún riesgo político. Sólo que así, con el paso del tiempo, ha ido calando entre la población el difuso sentimiento de que la Unión Europea no es más que un ineficiente y molesto aparato burocrático, ajeno a los problemas de la gente. Y ese ha sido el caldo de cultivo ideal para que la enfermedad nacionalista volviera a reproducirse.
Porque se trata, sin duda, de una enfermedad social. Una enfermedad crónica que, cuando se agudiza, destruye la concordia entre los pueblos vecinos, y puede fácilmente acabar en sangre.
El nacionalista no suele reconocerse como tal. Él se califica más bien como patriota. O, más concretamente, como el auténtico patriota. Se adueña de los naturales sentimientos de amor y agradecimiento hacia el propio país, hacia su lengua, su historia, su comunidad, y los identifica con sus fines particulares. Y de este modo, somete a un chantaje moral a cualquiera que sienta afecto y preocupación por su patria. Si no nos apoyas ―dice el nacionalista― es que no eres un verdadero patriota. Si no nos apoyas es que eres “mundialista”, “cosmopolita”, un vendido a no se sabe bien qué tremendas conspiraciones internacionales.
Al nacionalista no declarado se le conoce por su tendencia a crear nuevas fronteras, ya sea en el Ebro o en el Rin
Pero no: el nacionalista no es un verdadero patriota, sino un fetichista de la Nación (así: con mayúsculas), que tiene que ser completamente soberana, y no debe ceder poder alguno a instancias supranacionales, por muy beneficioso que esto pueda resultar a la postre para el propio país (como demuestra el periodo más largo de paz y prosperidad que ha conocido nuestro continente, y que no por casualidad comienza con la pérdida del poder de los nacionalistas en los países europeos).
Al nacionalista no declarado se le conoce por muy varios indicios: por su tendencia a difamar (véanse, por ejemplo, los intentos de envenenar a los franceses con el bulo de que el Tratado de Aquisgrán pondría de nuevo en manos de Alemania las regiones francesas de Alsacia y Lorena); por su tendencia a crear resentimientos contra los países vecinos, o sus gobiernos (... y contra “Bruselas”, por supuesto; muy en especial contra “Bruselas”); por su tendencia a crear nuevas fronteras (ya sea en el Ebro, o en el Rin, o ya sea suspendiendo el espacio Schengen); por su insistencia en la bilateralidad en las relaciones internacionales, abandonando organismos supranacionales a la menor excusa; por su tendencia a difundir una imagen victimista del propio país (al que, según dicen, le iría mucho mejor, si no fuera por las imposiciones de tales o cuales instancias supranacionales); por su tendencia a criminalizar a los extranjeros, etc. etc.
El nacionalismo es una grave enfermedad, y su rebrote, si no se frena a tiempo, dará al traste con el proyecto de paz y concordia que ha vivido Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Las elecciones europeas de este año nos permitirán conocer hasta qué punto se ha extendido ya el mal. Y hasta puede que sirvan como toque de alarma. La casa europea en llamas ha sido, en este contexto, un valiente testimonio que da voz a los que no queremos volver a una Europa de tribus enfrentadas. Quién sabe... quizás aún estemos a tiempo de impedir la locura.
*** Francisco José Soler Gil es profesor titular de Filosofía de la Universidad de Sevilla.