En la batalla por imponer un relato y un lenguaje, la estrategia de la defensa en el llamado juicio del procés ha resucitado una vieja contraposición (falsa) entre democracia y Estado de derecho. Ellos (los separatistas) estarían del lado de la democracia, los otros (los malvados españolistas) utilizarían la ley y los jueces como instrumentos totalitarios para ahogar la voz del pueblo. La democracia estaría por encima de jueces y leyes (salvo las suyas, claro).
Se trata de un discurso falaz, pero que han comprado (en ocasiones a buen precio) algunas personas y medios, claramente desinformados, fuera de nuestras fronteras. Lo más sorprendente es que numerosos actores constitucionalistas hayan entrado en ese terreno, sin cuestionar el paradigma de base: ¿realmente es más democrático el separatismo?
Esa presunción no solo es perversa sino claramente falaz. En realidad, quien está anteponiendo la ley (cualquier ley) a la democracia son los propios separatistas. Su principio básico no es el democrático sino el maquiavélico de que “el fin (conseguir la ruptura de España) justifica los/cualesquiera medios”. La democracia no es sino un medio más (solo en la medida que resulte útil), como lo es la propia ley (sean catalanas o españolas) o llegado el caso incluso el propio Tribunal Constitucional; ello, junto a la manipulación de la verdad, la doble vara de medir, el adoctrinamiento en las escuelas o el uso torticero de los medios de comunicación.
Que el separatismo ha utilizado los jueces y la ley (aunque sean españoles), mucho más que la democracia, se demuestra por de pronto en que Cataluña es la única Comunidad Autónoma que no cuenta con ley electoral propia, prefiriendo seguir aplicando, sin matices, la Ley Orgánica estatal en la materia. ¿Por qué? Porque esta situación favorece, injustamente, a los partidos independentistas.
El independentismo planteó las elecciones autonómicas de 2015 como un plebiscito: perdió y siguió a lo suyo
En el Parlament, se escogen 135 diputados: 85 por Barcelona, 18 por Tarragona, 17 por Gerona y 15 por Lérida. Un escaño en Barcelona cuesta más de 48.000 votos, mientras que en Lérida sólo unos 21.000. Dado que en Barcelona (de mayoría constitucionalista) vive más del 72% de la población catalana, las otras tres circunscripciones aparecen claramente sobrerrepresentadas. De hecho, en las elecciones autonómicas de 1999 y de 2003 el PSC de Pasqual Maragall logró más votos que CiU, pero perdió las elecciones en número de escaños. Para compensar ese fallo democrático, en lugar de proponer cambiar la ley electoral, Maragall decidió hacerse nacionalista.
Sorprende en este sentido cómo ha desaparecido del discurso dominante el hecho, nada baladí, de que las elecciones autonómicas del 27 de septiembre de 2015 fueron planteadas como un plebiscito (legal) sobre el independentismo. Acabado el recuento, la propia CUP reconoció públicamente que lo habían perdido. De hecho, por esta razón (entre otras) dimitió su principal dirigente de entonces, Antonio Baños, quien señaló: “En ningún país del mundo puedes decir que con el 48% has ganado, no puedes ir a ningún lado, pierdes el plebiscito”.
Es decir, en términos estrictamente democráticos, tras haber perdido el plebiscito legal del 2015: a) no hacía falta convocar más referéndums (mucho menos sin las mismas garantías), y b) todo lo que ocurre después (leyes de desconexión) podría ser legal, pero ya no “estrictamente” democrático, pues se estaba legislando contra el sentir mayoritario del voto popular expresado en las urnas. Y todo ello sin contar con que esa derrota en términos de votos no tenía en cuenta el voto robado a miles de catalanes que desde que comienza el acoso al no nacionalista se han visto forzados a exiliarse de Cataluña, y no por pretender sustraerse a la acción de la Justicia (como el nuevo Napoleón de Waterloo), sino por cansarse de reclamar, sin éxito, que se les trate con justicia en su tierra.
Con el Tribunal Constitucional ocurre algo parecido. En su primer periodo de funcionamiento apoyó un desarrollo expansivo de los Estatutos de autonomía (especialmente el catalán y el vasco) y del Título VIII de la Constitución. Ningún nacionalista se quejaba entonces del carácter parcial de los magistrados (en cuya elección, por cierto, siempre han obtenido su cuota). Muchas menos quejas hubo cuando declaró inconstitucional (STC 76/1983) la parte más importante de la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA), anulando 14 de sus 38 artículos, y quitándole además su carácter orgánico y armonizador. Tal vez no habría habido procés si esa sentencia hubiera sido otra, pero se acató por todos, aunque no les gustase. En eso consiste creer en el Estado de Derecho.
La apuesta por el derecho a decidir ha sido una mera trampa emocional e ideológica para esconder otras cosas
Por contra, ¡qué afrenta al pueblo catalán se produjo con la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto de Autonomía de 2006! En realidad, el Tribunal sólo tocó una docena de artículos y en la mayoría de los casos para cambiar una palabra o establecer cómo debía ser interpretado. Dado que el (larguísimo) Estatuto tiene 223 artículos y 22 disposiciones adicionales, no puede afirmarse que se produjera una alteración sustancial del mismo. Pero, de nuevo en términos democráticos, la LOAPA contaba con el 90% de apoyo de los escaños del Congreso de los diputados (merced a un pacto PSOE-UCD), mientras el Estatuto fue votado favorablemente sólo por el 35% de los catalanes llamados a las urnas: la participación fue (la más baja de la historia) del 48,85%, con 73,90% votos a favor, 20,76% en contra y 5,34% votos en blanco. Es más, podría discutirse que una consulta con ese nivel de respaldo sirviera para anular otra previa, la del refrendo de la Constitución, que contó con una participación del 67,91%, con el voto favorable del 90,5% (2.701.870 votaron “sí, ¿por qué estos millones valen menos?).
Tampoco nadie se quejó cuando el Alto Tribunal avaló en noviembre de 2017 la constitucionalidad de la modificación del Reglamento de la Asamblea catalana, a pesar de que limitaba claramente los derechos de la oposición, hurtando el debate parlamentario a las leyes más importantes de la historia de Cataluña que pretendan la desconexión con España.
Hoy cualquier observador avezado tiene claro que la apuesta por el derecho a decidir ha sido una mera trampa emocional e ideológica para esconder otros debates más incómodos (como el de la realidad/falsedad del paraíso post-independencia). Pero es que tampoco resulta muy democrático que el derecho a decidir de unos cuantos (los que la Generalitat decida que son catalanes) impida el derecho a decidir de la mayoría (el resto de los españoles) sobre lo que debe ser su país: España.
Es decir, el separatismo practica un Estado de derecho a la carta (solo acepta las leyes y sentencias que le benefician) y no cree en la democracia más que como mero instrumento para imponer sus objetivos. Mientras esa imagen sirva para engañar a algunos incautos lo seguirán haciendo, pero en el momento que nadie mire no dudarán en utilizar cualquier otro medio, llegado el caso anti-democrático, para lograr sus fines. Ojalá estas líneas sirvan para que comencemos a desvirtuar en serio el relato falsario que está imponiendo el separatismo, regado eso sí con cuantiosos millones de euros que detraen de los servicios públicos de todos los catalanes.
*** Alberto Gil Ibáñez es escritor y ensayista. Es autor del libro 'La leyenda negra: Historia del odio a España' (Almuzara, 2018).