España se descomponía. Era una realidad. La guerra con Estados Unidos dejaba al descubierto un régimen envejecido, el de la Restauración, que comenzaba a debatirse entre la extinción y la regeneración.
Las fórmulas para insuflar vida a la monarquía constitucional, o para quitarla de en medio, se alargaban en artículos y ensayos, en conferencias y discursos institucionales. Era la conciencia y el espíritu que se acabaron asentando, de que debía haber una transformación de abajo arriba, de arriba abajo, que pusiera en su sitio al pueblo español sin que dejara de serlo. Grandes ideas con políticos pequeños. Y como si de una maldición se tratase, los grandes hombres, esos mismos, se quiera o no, que marcan el rumbo, ya no estaban; y los que quedaron no pudieron.
Es el sino de las generaciones. La que estableció a duras penas una Constitución abierta, como la de 1876, tras décadas de infortunios y decepciones, estaba desapareciendo o no era escuchada. Ya no era tiempo, como escribió Ortega en El tema de nuestro tiempo (1925), de filosofías pacíficas, de época cumulativa, sino de filosofías beligerantes propias de una época eliminatoria. Es lo que hoy se echa de menos en tiempos de incertidumbre, de populismos y oportunismos, de identidades pequeñas trufadas de partidismo y miopía.
La generación de Rubalcaba creó nuestra democracia. Fue, como escribió Ximénez de Sandoval sobre Antonio Alcalá Galiano, "el hombre que no llegó" pero que lo hizo todo. Para bien y para mal. En medio de tanta mediocridad, dijo aquel biógrafo, solo ese político decimonónico de gran inteligencia y cultura "no logró llegar jamás a la meta de sus sueños de concertar la gran orquesta nacional". Acaso, apuntó Marañón en el prólogo, Alcalá Galiano comprometió a gentes sin talento que no le siguieron en la evolución de su conciencia.
Ha pasado a la lista de "juancarlistas eminentes", parafraseando a Lytton Strachey, un "hombre que no llegó", pero que cumplió con creces
Cualquiera que haya leído biografías sabe que un político con décadas de poder suma aciertos y errores, maldades y bondades. Lo otro, la demonización y la santificación, pertenece a otro género. Por eso, ahora que no está, es evidente que ha pasado a la lista de "juancarlistas eminentes", parafraseando a Lytton Strachey, un "hombre que no llegó", pero que cumplió con creces. Acumuló acciones criticables, como aquel 13-M en el que soltó a un Rajoy bunkerizado que España no se merecía un gobierno que mentía. Era cierto, pero ni entonces ni antes ni después. Aquello lo compensó, por no enumerar los casos más que conocidos, como el fin de ETA, con su último acierto: la defensa de la monarquía.
Lo contó Juan Francisco Fuentes en un libro memorable: Con el Rey, contra el Rey (2016). Rubalcaba paró en 2014 un movimiento en las bases del PSOE que pretendía proponer la República como aliciente electoral para paliar la crisis ideológica en la que se hallaba inmerso. El zapaterismo había sustituido el proyecto socialdemócrata por un socialismo de confrontación basado en tomar como referente histórico la Segunda República, no la Transición. Esto suponía la deslegitimación del rey Juan Carlos al considerarlo como mero heredero del dictador Franco.
Entre 2011, cuando Rubalcaba se hizo con el PSOE, y 2014, momento de la abdicación de Juan Carlos de Borbón, la imagen de la monarquía estaba bajo mínimos. La accidentada cacería en Botsuana, la relación con Corinna zu Sayn-Wittgenstein y la imputación de Urdangarin fueron demoledoras para un país que debatía qué no quería ser y hacia dónde iba. Algunos socialistas dijeron que, abdicado el Rey, se terminaba su monarquismo, y que hablar de República les haría recuperar el terreno perdido ante Podemos.
Pérez Tapias, el tercer candidato a las primarias en 2014 junto a Madina y Pedro Sánchez, fue el abanderado de ese republicanismo. Tocaba "la Tercera", decían. El grupo parlamentario socialista quedó dividido y una parte de las bases se animó al salto en el vacío.
Fue Rubalcaba quien controló el proceso, los tiempos de la abdicación y el fervor republicano en el socialismo, el que mantuvo unido al grupo parlamentario en la votación de la ley de abdicación
Era una ruptura con lo mejor del PSOE, con aquello que había convertido a este partido en una opción de gobierno que, bien o mal, no suponía lo que en otros momentos de nuestra Historia: un cuestionamiento del régimen cuando están fuera del poder. Fue Rubalcaba quien controló el proceso, los tiempos de la abdicación y el fervor republicano en el socialismo, el que mantuvo unido al grupo parlamentario en la votación de la ley de abdicación. Lo consiguió y se fue de la política.
Le vi por última vez en la presentación del libro de David Álvaro titulado Cataluña, la construcción de un relato, hace unos meses. Se sentó junto a Josep Piqué, otro "juancarlista eminente", para desgranar a dos voces la triste verdad de nuestra situación: la actual generación de políticos desprecia lo mejor del espíritu del 78, esa capacidad para hablar y entender, desde la modestia, el error y el acierto, sin perder por ello la cara a la competición política. Falta responsabilidad y sentido de Estado, dijeron.
Ha desaparecido uno de esos políticos trascendentes, como señaló Max Weber, al servicio del Estado, como lo fue Manuel Fraga, con quien no fueron tan agradecidos los socialistas en la hora de su muerte
Ahora ha desaparecido uno de esos políticos trascendentes, como señaló Max Weber, al servicio del Estado, como lo fue Manuel Fraga, con quien no fueron tan agradecidos los socialistas en la hora de su muerte a pesar de ser uno de los padres de la Constitución. La manera en que una sociedad despide a sus políticos más señalados es una demostración de su naturaleza. Ya lo escribió Lippmann: un pueblo se hace respetar cuando respeta a sus muertos.
Quizá por eso valgan ahora para Rubalcaba las palabras de Sagasta a la muerte de Emilio Castelar, un republicano, uno de esos grandes hombres que fracasó como gobernante pero no como patriota, en la primavera de 1899, mientras miles de personas pasaban por su capilla ardiente frente al Congreso de los Diputados: "Lo menos que puede hacer la nueva generación por tan esclarecido patricio es convertir su presunción en realidad, otorgándole en muerte el sepulcro honrado y bendecido con que soñara en vida inscribiendo a su pie este severo y sencillo epitafio: A Castelar -léase Rubalcaba-, la Patria agradecida".
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.