Ha muerto Arturo Fernández. Durante los últimos meses escribí para él una película. Hace unos días, acabado el guion, tuvimos que posponerla definitivamente por sus problemas de salud.
Con Carmen, su mujer, había quedado para vernos y comer los tres esta semana. A Arturo y a mí nos encantaban las torrijas. Y Carmen, su queridísima Carmen, habló con mi mujer para que me permitiera saltarme el régimen.
Arturo y yo teníamos varías cosas en común, entre ellas, además de las torrijas, el Real Madrid y el amor al cine.
Tras unos años de dedicación exclusiva al Teatro a veces se olvida que Arturo Fernández ha sido unos de los grandes actores del cine español. En las antologías debería de figurar entre otros su personaje de Distrito Quinto (1958) la película que Tarantino fusiló para su Reservoir Dogs.
En los años sesenta, forjó su arquetipo, el señorito, y más tarde se descolgó con clásicos como Truhanes (1983). Quizás su mejor película sea Tocata y Fuga de Lolita de Antonio Drove, una delicia donde Arturo se reía de su propio personaje y ya maduro se unía a la pandilla de su hija para revivir una segunda juventud.
Para aquellos que crean que Arturo era sólo un galán de comedias sofisticadas les animo a visionar el clímax de El crack dos, la película de Garci. Su villano es una auténtica creación y da una idea de su genio.
Arturo sabía mucho de teatro. Podía hacer Shakespeare y 'Don Juan'. Amaba a Tennessee Williams
Personalmente, desde nuestro primer encuentro, sólo puedo dar gracias por haberle conocido. Nuestra película iba a ser un rompetaquillas. La idea era un comeback por todo lo alto, una comedia llamada El estudiante, en la que un Arturo descacharrante y elegante volvía a la Universidad. Arturo no escribía, pero su conocimiento del público y del oficio enriquecía constantemente el texto. “Hazlo sencillo, hazlo sencillo”, decía, y ciertamente no hay mejor consejo que se pueda dar a un escritor de comedia.
Aparte de las torrijas y el cine, nuestro tercer amor -el Real Madrid- en los últimos tiempos no nos dio muchas alegrías. Sin embargo, la aciaga noche culé del Liverpool fue un bálsamo que ambos vivimos con -por qué no decirlo- cierto desahogo. Arturo y el fútbol fueron muy amigos; fue socio del Real Madrid más de 30 años y todos los días desayunaba con el Marca.
Arturo ha sido un seductor, pero a veces se olvida que para seducir hay que saber amar. El amor por su familia, la bonhomía con el público, eso no se imposta. Cuando le paraban por la calle, gente joven -adolescentes-, la cantinela era siempre la misma: “es usted mi ídolo, el de mi madre y el de mi abuela”. Esa capacidad de trascender épocas de ser ídolo de generaciones tenía que ver con su persona, era popular en el mejor sentido de la palabra.
Arturo nunca pidió una subvención para su teatro y era muy consciente de la precariedad que asaltaba a sus compañeros cuando a cierta edad dejaban de llamar los productores. Es quizás el ángulo menos conocido de su personalidad, su tenacidad para no ser arrinconado, su capacidad de imponerse. Arturo sabía mucho de teatro. Podía hacer Shakespeare y Don Juan. Amaba a Tennessee Williams -vean su monólogo de Dulce Pájaro de Juventud en youtube- pero se especializó en hacer reír –noble empeño- también por supervivencia.
Por último, un detalle de fino caballero. Durante nuestra colaboración no se me escapó que para Arturo el vestuario era una parte fundamental en la construcción del personaje. El actor tenía una relación privilegiada con la elegancia, sabía vestir porque sabía de ropa. Para él, efectivamente, se podía hablar de trajes a medida y yo percibí que de lo único que no podía escribir en el guion era de la ropa que vestiría Arturo. Era cosa suya.
Seguramente hoy, para recordarle, iré a la barra del Sylkar a pedir una torrija. Hasta siempre, Arturo. Te echaré de menos.
*** Fernando Hernández Barral es guionista.