En 1968, año de hechos trascendentes, el estreno de la película El nadador pasó inadvertido. Basada en un relato del escritor estadounidense, John Cheever, empieza así: "Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan: 'Ayer bebí demasiado'".
En una mañana de estío, un ejecutivo maduro, todavía en buena forma, que siente "un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojan a la piscina", regresa a su casa después de una fiesta, atravesando los trece kilómetros que hay desde la residencia de unos amigos, en la que está reponiéndose del alcohol de la noche anterior, hasta la suya.
Va nadando, de piscina en piscina, y a medida que avanza, emerge su pasado y la posibilidad del fracaso, lo que convierte al protagonista en inestable y vulnerable.
Cheever recrea el personaje con ambigüedad, pero, a medida que va imponiéndose la realidad, el espectador advierte que "ni es verano, ni ese hombre se halla en su plenitud, ni tiene familia, ni casa propia", y así, poco a poco, se va desvaneciendo el aparente brillo de la historia.
Se trata de un relato sencillo que encierra un misterio ¿qué sucede de verdad con ese hombre? Y no importa tanto la respuesta a esa pregunta, como el análisis crítico de la realidad que le circunda.
La adolescencia y juventud de Albert Rivera (AR) transcurrieron en la soledad de las piscinas, pues durante ocho años practicó la natación de competición en un colegio privado de Granollers, llegando a ser en dos ocasiones (la primera, con 16 años) campeón de Cataluña en modalidad braza. Más tarde, en la Universidad, se pasó al waterpolo. En resumen, dieciséis años de su vida zambullido en una piscina.
Rivera abrió la puerta para que se fuera quien no estuviera a gusto. En este despliegue de autoridad faltó 'finezza'
Los partidos políticos se parecen cada vez más a los clubs de fútbol. Manda el presidente, obedecen los directivos, marcan goles los jugadores y a los socios les toca aplaudir. El que no cuente con esta iconografía tiene que corregir sus parámetros. De ahí que al fundador de Cs, que para darse a conocer en sus inicios recurrió a un desnudo completo, se le vaya agotando la gasolina y parezca malhumorado. No es trivial que alguien que se ha pasado gran parte de su vida en bañador se vea obligado a seguir manteniendo una envidiable forma física, en la que radica parte de su eventual carisma.
Cuando la torrentera se le vino encima, con el aparato gubernativo -bien engrasado- apremiando a la abstención y los editoriales pidiendo a capela la renuncia al propio programa, llegaron las dimisiones. Con reflejos, AR logró evitar -de momento- la hecatombe. Hubo un momento crítico con la sombra de Garicano -caza mayor- gravitando al fondo. Reaccionó abriendo la puerta para que se fuera quien no estuviera a gusto en el partido de su propiedad. En este despliegue de autoridad faltó finezza.
Antes de esta detonación, la principal incomodidad era Valls, con quien pronto fue visible una incompatibilidad manifiesta. Y esto, en los partidos políticos, como ocurre en las parejas, es insoluble y se suele saldar en divorcio. Como ha ocurrido en este caso, después de que Rivera fuera objeto de una envuelta coral (Macron-Sánchez-Valls), a propósito de sus escarceos con la derecha radical, que a punto estuvieron de hacerle besar la lona.
La mar rizada suele ser presagio de tormenta. En este caso, no es una excepción y la crisis no ha hecho más que empezar, avanzando atropelladamente hacia un desenlace desconocido.
En el viaje sin retorno de Ciudadanos, como en el relato de Cheever, las piscinas en las que se ha ido zambullendo el protagonista parecen cada vez más turbias. Algunas están vacías. En la obsesión por hacerse con los votos del PP y no dejar marchar ninguno a la derecha radical, AR ha pasado por alto su viejo anhelo de intentar cambiar a la derecha liberal española. Han quedado atrás los matices del discurso porque ya no sirven. Pasó el tiempo de contentarse con ser la bisagra y quiere, legítimamente, alcanzar y ejercer el poder.
El protagonista de El nadador, como es también el caso de AR, no despierta una simpatía desbordante. Se intuye en él al hombre seguro de sí mismo, acostumbrado a avanzar, sin importarle que en las últimas piscinas no tenga más remedio que utilizar la escalerilla para entrar y salir del agua, o que le toque atravesar una carretera con mucho tráfico, descalzo y ataviado tan sólo con un exiguo bañador.
Lo sencillo que habría sido presentar a la opinión pública un documento con los requisitos para abstenerse en la investidura
En la fábula de Cheever, retrato del desconsuelo de la clase media alta, que recrea "la alegoría del fracaso", como ha escrito García de Fórmica-Corsi en una detallada recensión de la obra (Homosapiens, 2016), no podemos evitar que brille el desamparo y sintamos compasión hacia un hombre que probablemente haya sentido compasión pocas veces. Los pequeños gestos van haciendo aparecer su vulnerabilidad, a medida que surgen indicios de que no todo es tan dichoso y triunfal como se quería aparentar.
Siempre nos quedará la imagen de Burt Lancaster aterido de frío, sin fuerzas ya para lanzarse a la piscina, descubriendo que “ese verano de su vida desapareció hace ya mucho y que solo le quedan las hojas secas del otoño”.
Aún no parece que le haya llegado el otoño político a AR, pero sí la urgencia inaplazable de definir su propuesta para la sociedad española. Desguarnecer la posición en Cataluña, donde Cs había logrado unos resultados magníficos, para ir saltando a piscinas menos adversas, ha resultado una apuesta que se ha topado con la incomprensión de quienes piensan que en ese territorio, hostil, es donde tendría que haberse fraguado, hasta madurar, el salto a una posición de liderazgo nacional.
Lo que está ocurriendo tiene todos los visos de un fallo estratégico. En el camino se ha encontrado con que, al empujar la verja, la piscina no tiene agua…Y así, a cada paso que va dando, no todos sus votantes acaban de entender el sentido de sus decisiones.
El futuro de Cs y de su héroe ha venido así a convertirse en una aventura abocada a un futuro que se presenta cada vez más peligroso. Con lo sencillo que habría sido presentar a la opinión pública un documento sencillo y preciso sobre los requerimientos para abstenerse en la investidura, sin prestar demasiada atención a los humores que tal abstención pudiera despertar en el beneficiario. Porque los votantes no entienden su mutismo. Una explicación clara le serviría para vender su programa de gobierno y sus votantes se la agradecerían.
Si no hay explicación, los más fieles pueden llegar a preguntarse: ¿dónde está el gato encerrado? Y parece conveniente que alguien fuerce la puerta de la gatera.
*** Luis Sánchez-Merlo es escritor.