Este martes se ha confirmado la elección de Boris Johnson como líder del partido de los Tories, lo que implica que desde el miércoles será ya nuevo primer ministro británico. Sustituye a Theresa May que habrá ocupado el puesto durante algo más de tres años.
Abundan las críticas acervas sobre la supuesta falta de liderazgo o de visión de May, cuyo mandato pareciera que solo puede apreciarse comparándolo con la catastrófica imprudencia de su predecesor, David Cameron, a quien se recordará por no saber evitar que se rechazara el brexit en un referéndum que él mismo había convocado para intentar frenar la pujanza de los euroescépticos. Mi opinión es sin embargo que May ha sido una primera ministra con importantes virtudes en las que en particular podemos fijarnos desde España y más comparándola con quien en nuestro país opta estos días a la investidura.
Theresa May ha demostrado un respeto imponente a la democracia, en sus diversos planos. En primer lugar, a su partido. Se impuso claramente en su elección de 2016 y superó en diciembre de 2018 la moción con el que el Comité 1922 de sus compañeros diputados pretendían destituirla. Esto suponía que no podían de nuevo instar la “no confianza” hasta pasados doce meses y, sin embargo, aceptó en mayo que había llegado a un callejón sin salida ante las múltiples fracturas del voto de su partido entre las distintas variantes de brexit y anunció su dimisión el pasado mayo.
Comparemos con España, donde los partidos han tendido a blindarse internamente, siendo especialmente destacada la evolución del PSOE, cuyo tradicional contrapeso en la asunción de responsabilidad ante el Comité Federal se ha trocado por un impracticable “revocatorio” (instrumento que popularizara Chávez), que exigiría reunir casi 50.000 firmas solo para tener que someterse a votación.
May respetó sobre todo, y de manera impecable, la voz del pueblo y el parlamentarismo. No había votado por el brexit –aunque compartía buena parte del diagnóstico crítico– pero dejó claro que buscaría la mejor manera de cumplir este mandato. Dado que el tablero político en su país resultaba extremadamente confuso por la inconcreción respecto a lo que debía significar el brexit, May optó por convocar unas elecciones generales cuando llevaba menos de un año en el cargo. Aunque los Tories perdieron algunos escaños –lo cual no es sorprendente dado que eran el partido que había activado ese referéndum tan azaroso–, May ganó y revalidó su mandato.
May no planteó un segundo referéndum, lo que revela un cabal concepto de lo que significan las formas en democracia
A partir de ese momento, consideró que debía buscar el brexit más adecuado para los británicos, pero eso significaba también para sus socios europeos, ya que la opción del brexit drástico, sin acuerdo, quedó claro que era la peor para todas las partes. A partir de ahí, el gobierno de May –pese a un goteo incesante pero nunca mayoritario de quienes abandonaban el gabinete– en apenas un año logró junto al equipo comunitario de Michel Barnier inventariar todos los cabos a atar y negociar con la Comisión y en bilateral con el Ejecutivo de cada país la aceptabilidad del acuerdo de retirada que se propuso en noviembre de 2018.
Ese momento demostró por cierto la levedad en el sentido de Estado de nuestro jefe del Ejecutivo. Pedro Sánchez aprovechó para escenificar un ultimátum a May sobre Gibraltar, destinado en realidad al mercado nacional. Tras meses de inacción –en continuidad con la desidia de Mariano Rajoy– para lograr la cosoberanía, se arguyó una supuesta indefinición en un artículo del acuerdo principal para al final aceptar una mera carta interpretativa firmada por un embajador.
Se malgastó así la oportunidad de avanzar en el fondo del asunto y además se consumió con esa fútil bengala parte del crédito reputacional para negociar otras cuestiones futuras, pero Sánchez y su equipo consiguieron lo único que les importaba que era una grandilocuente declaración en la Moncloa que recordara a la retirada de las tropas de Irak. La prueba de la irrelevancia de lo “conseguido” a última hora por Sánchez es que ningún diputado británico lo usó en los siguientes meses como argumento para cuestionar a May.
La mayoría de quienes lamentamos el brexit deseábamos la posibilidad de que, de alguna manera, se repitiera el referéndum y que acaso los británicos cambiaran de opinión. May nunca lo planteó y considero que demuestra un cabal concepto de lo que significan las formas de la democracia.
En efecto, obviar la expresión más directa de la voz de la ciudadanía –por trucada que estuviera la información de que dispusieran sobre las consecuencias de lo que votaban– significaría que el gobierno o el parlamento no se sienten responsables de responder ante ese mandato. No hay que perder de vista que preservar las bases de la democracia –la británica tiene además una tradición casi milenaria– es aún más valioso que los años de trastorno socioeconómico que pueda acarrear el brexit.
En España estamos viviendo sin embargo cómo el actual presidente del gobierno, al igual que el anterior, zarandean nuestras instituciones. Aunque nuestra democracia es más joven goza igualmente de un amplio reconocimiento internacional: los diversos parangones nos sitúan en el 10% de cabeza respecto a la separación de poderes, funcionamiento de las elecciones, transparencia, garantías, libertades civiles, etc.
¿Se imaginan a Pedro Sánchez gestionando un 'brexit'? ¿Un 'catalexit'? ¿Enfrentándose a un nuevo 1 de octubre?
Muchas leyes apuntalan este corpus de derechos, pero la estructura reposa en el esquema institucional que plantea nuestra Constitución. El mecanismo de investidura del presidente del gobierno está en el corazón del mismo, ya que es el principal punto de conexión entre el papel arbitral del Rey y la elección indirecta de un Ejecutivo a partir de los votos para diputados a Cortes. Y en este ámbito, Sánchez –como Rajoy que llegó a rechazar la designación del Rey en 2016 para la investidura– está jugando con el sistema.
No se trata de negar el amplísimo margen que debe tener la estrategia y la táctica política para lograr acuerdos o culpar a los demás de no lograrlos, pero no se debe engañar con que la inevitabilidad de que el Rey ha de proponer un candidato (lo contrario sería aceptar la dictadura de un gobierno vitalicio “en funciones”) significa malgastar tres meses tras las elecciones y llegar a la investidura reclamando abstenciones gratis a sus rivales y apoyos a ciegas a sus socios.
Probablemente, lo que mejor ha demostrado el acierto de Rivera no pactando con Sánchez porque no es de fiar, es la propia desconfianza que Unidas Podemos –su supuesto socio preferente– ha expresado durante el debate del lunes. En efecto, la investidura solamente “produce” un presidente del gobierno, no una coalición ni un programa de gobierno. El presidente impulsa su línea política, nombra a sus ministros y los puede cesar libremente con cualquier pretexto o sin ninguno; además el mecanismo de censura es asimétrico con respecto a la investidura (requiere mayoría absoluta en lugar de simple), lo cual en estas circunstancias (el centro y la derecha nunca pactarían con los independentistas) implica un mandato de hasta cuatro años, o poder disolver por sorpresa cuando quisiera.
Ya existen además graves precedentes de las contorsiones de Sánchez respecto a afirmaciones o incluso compromisos que pueda haber hecho años o minutos antes, empezando por la moción de censura y no convocar elecciones inmediatamente. En estas condiciones, coadyuvar a su elección –aunque sea con una abstención– para que no dependa de golpistas es vano: Sánchez no se sentirá obligado con nadie y cuando necesite apoyos elegirá según convenga a su permanencia en el poder. Así que lo mejor que puede ocurrir es que sea su propio partido quien tenga que dar la cara de con quienes quieren formar gobierno ya sin la excusa de apartar a un Rajoy salpicado por la corrupción: una parte del PSOE aún está a tiempo de desmarcarse de Frankestein (empezando por Navarra) y proponer otras políticas y otros candidatos.
Por último, May ha sido un ejemplo de capacidad de liderar una gran Administración. El Reino Unido ha seguido ejerciendo como una gran potencia y un estado fuerte y protector para sus administrados, pese a los ingentes recursos destinados a preparar el brexit, que implicaban detalladísimos planes de contingencia. ¿Se imaginan a Pedro Sánchez gestionando un brexit? ¿Un catalexit? ¿Enfrentándose a un nuevo 1 de octubre? Ojalá evitemos saber la respuesta.
*** Víctor Gómez Frías es consejero de EL ESPAÑOL.