Dice la leyenda que fue Abba Eban, ministro de Exteriores israelí entre 1966 y 1974 y primo del neurólogo Oliver Sacks, el autor de la frase "los palestinos nunca pierden una oportunidad de perder una oportunidad". Si Eban siguiera vivo –murió en 2002– sustituiría el sujeto de la frase por el nombre del mayor perdedor de oportunidades jamás producido por la política española, ese Pablo Iglesias que tumbó la investidura de Pedro Sánchez en 2016 por los remilgos que le provocaba votar en el mismo sentido que Ciudadanos, y que la ha vuelto a tumbar en 2019 ahora que ya no estaba Ciudadanos y sí una oferta de tres ministerios y una vicepresidencia para su mujer. Y eso a pesar de contar con la mitad de escaños que hace tres años.
Sorprende que un hombre cuya carrera política se ha cimentado en la propaganda y el apoyo de los medios de comunicación afines –con La Sexta, eldiario.es y Público a la cabeza– haya puesto tanto énfasis en el contenido concreto de los ministerios cedidos por el PSOE en vez de coger el escaparate que le ofrecía Sánchez y echar a correr. A Pablo Iglesias, líder de un partido al que no han parado de menguarle los diputados y los concejales desde 2016, el socialismo le ofrecía un matrimonio concertado con Marilyn Monroe y él se ha puesto a examinarle el dentado como si tuviera a Sofia Loren esperando al otro lado de la puerta.
Los motivos de Pablo Iglesias para dejar escapar el segundo tren que le manda el destino en tres años –es probable que no haya un tercero– son, sin embargo, diferentes a los de 2016. Si entonces el incentivo para finiquitar a Pedro Sánchez fue su convicción de que unas segundas elecciones traerían el ansiado sorpaso al partido hegemónico de la izquierda española, hoy lo ha sido su espanto frente a la oquedad de las promesas del PSOE. Visto con la perspectiva de las setenta y dos horas transcurridas desde el jueves, la excusa de 2016 parecía bastante más razonable que la de 2019.
El espanto de Iglesias frente a la oferta del PSOE es simétrico al que provocaban no ya en el IBEX, sino en cualquier ciudadano español con dos libros de historia del comunismo a cuestas, propuestas como la de derogar la Ley de Estabilidad Presupuestaria, aumentar la presión fiscal sobre las clases medias o derogar las reformas laborales de Zapatero y Rajoy. A fin de cuentas, el votante de izquierdas lo es sólo a condición de que no se le apliquen nunca a él las propuestas que defiende para los demás. ¿Qué esperaba Iglesias? ¿Que el entorno del PSOE aceptara sin pestañear ese retorno a 1934 que proponía el líder del Podemos?
A Iglesias se le suele atribuir una inteligencia política que él se empeña en desmentir cada vez que Sánchez pone al alcance de su mano bastante más de lo que jamás le concederán las urnas. Lo que en realidad no deja de ser un argumento a favor de la integridad de sus principios. Esos de los que presume Sánchez con la boca mientras los bolea con las manos como Leonardo di Caprio boleaba billetes en El lobo de Wall Street.
Si Iglesias fuera un cínico habría tomado nota de la inexistencia de un solo precedente de gobierno de coalición europeo entre socialdemócratas y populista de extrema izquierda y actuado en consecuencia. Es decir, abandonando el campo de batalla de la política real, donde un comunista tiene tanto que perder, y acampando con todos sus ismos –feminismo, ecologismo, obrerismo, pobrismo– en el de la propaganda, donde un comunista tiene tanto que ganar. ¿Tres ministerios sin competencias reales? No: tres altares desde los que pontificar a diario. Un caramelo en la puerta del gulag.
A Iglesias se le avecina ahora la batalla por el relato y está por ver que entienda que el de la superioridad moral es un juego de suma cero al que, como decía Gary Lineker, juegan trece equipos en el Congreso de los Diputados para que acabe ganando siempre el PSOE. Renunciar a la vicepresidencia rompiendo los prejuicios de un adversario que le creía tan narcisista como él mismo fue un regate en corto que habría tenido todo el sentido del mundo de acabar en gol. Pero no fue así y la cosa se quedó en filigrana trivial. Los votantes de la izquierda son tan resultadistas como los tifosi del Nápoles: muy pocos se acordarán de ese bonito regate dentro de unas semanas.
Iglesias y Podemos han provocado la degeneración de la política española hasta extremos que habrían sido difíciles de imaginar hace apenas una década. Suya es la paternidad de los escraches, del populismo y la demagogia más zafia, de la satanización del contrario, del retorno del guerracivilismo, de la deslegitimación de las instituciones y de la legitimación de cualquier formación política que tenga como objetivo la destrucción de los consensos de la Transición. Era cuestión de tiempo que esa putrefacción de las formas de la política acabará alcanzando también al fondo de esa misma política.
Pedro Sánchez es el primer kaiju surgido de ese portal interdimensional abierto por el sectarismo de Unidas Podemos. Iglesias creyó que sería capaz de domesticar a la bestia para sus propios intereses y el tiempo ha acabado confirmando lo que habría resultado obvio para cualquier español no infectado por el virus del adanismo: el kaiju socialista va por libre y sólo atiende a su propia hambre de poder. Iglesias creyó ser más listo que Sánchez y probablemente tenga razón. Pero olvidó que la inteligencia es un atributo superfluo en la lucha por la supervivencia en el nicho de la izquierda cuando tienes la suerte de medir treinta metros más que tu adversario.
Y por eso el galardón de Listo de la Semana es para Pablo Iglesias.