Con el fracaso de Pedro Sánchez en la investidura se confirma la previsión: "Cuando despertemos, el monstruo de la moción de censura seguirá ahí". El cartero siempre llama dos veces. Ahora el presidente en funciones amenaza al país con nuevas elecciones e intenta anestesiarnos con un cuento. Que parezca un accidente provocado por los otros. Ha metido a España en el Callejón del Gato, en el esperpento que deforma la realidad, como los espejos cóncavos y convexos.
El sanchismo, con la imprescindible cooperación de su coro mediático, se ha convertido en un colectivo político que vive del cambio diario de narración. Es la máscara que lleva en cada momento. Del Open Arms y la política migratoria a la negociación con Iglesias -"socio preferente" o "enemigo de la democracia"-, en todo lo que tocan, nos han habituado a sus continuos cambios de disfraz. Son lo que corresponda según las necesidades de cada día. Sánchez ni negocia ni gobierna, solo interpreta en el escenario.
En La hipocresía política, David Runciman destaca que "el peor de los gobernantes es aquel que no conoce los límites de su propia hipocresía". Y que "en los hipócritas, por serlo, no se puede confiar". El sanchismo, con su desfachatez en los cambios constantes de posición política, se ha convertido en un serio problema para la vida pública. Ha situado al país en un laberinto sin salida. Hasta los que aplaudieron a Sánchez por su "habilidad" en la moción de censura, ese monstruo que, pasadas las vacaciones, seguirá ahí, embarrándolo todo, empiezan a tener dificultades para justificar tanto cambio de máscara.
De la multitud de máscaras que dan vida al sanchismo, me asombra la que utiliza Sánchez para presentarse ahora como el muro contra los independentistas
Conocí al grupo que hoy da vida al sanchismo hace veinte años. Les había reclutado José Blanco, segundo del PSOE, para articular una guardia de pretorianos en toda España. Siempre me parecieron simples charlatanes. Respondían con exactitud a la definición que hace Harry Frankfurt de los bullshitters, manipuladores de la vida política, esos a los que "el hecho de que lo que digan sea verdadero o falso les resulta más bien indiferente". Una forma de entender la actividad política que explica la facilidad del sanchismo para cambiar de opinión. Pero la verdad importa en los asuntos públicos, ya lo creo. Que le pregunten al socialista Octavio Granado, responsable de la Seguridad Social, al que los sanchistas intentan tapar la boca cada vez que advierte sobre la verdad de las cuentas de las pensiones.
De la multitud de máscaras que dan vida al sanchismo, me asombra la que utiliza Sánchez para presentarse ahora como el muro contra los independentistas, la que le sirve para declarar que si depende de ellos para gobernar es porque otros le obligan. Pero, no es que Sánchez amenace con pactar con ellos, es que, desde que el sanchismo existe, no ha hecho otra cosa. No es que se vea obligado a hacerlo, es que ya lo ha hecho una y otra vez. En Baleares, en la Comunidad Valenciana, en el País Vasco, en la Diputación de Barcelona o en decenas de ayuntamientos catalanes. Y sí, también en Navarra, que no es una excepción, pero es un laboratorio perfecto para ver cómo el sanchismo pide el voto para la izquierda, pero lo utiliza para fortalecer soberanismos contra España.
En las últimas elecciones los navarros castigaron con contundencia al gobierno cuatripartito dominado por PNV y Bildu. Pero, gracias al acuerdo del PSOE con los nacionalistas derrotados en las urnas, el sanchismo navarro les salva, a ellos y a las políticas que quieren imponer en Navarra: expulsión de la Guardia Civil -es decir, de España- euskaldunización a la fuerza y exhibición de la ikurriña. Perdieron en las urnas, pero los sanchistas les han reflotado. Sanchismo en estado puro.
¿Cómo defender la lengua materna de la gran mayoría de ciudadanos en Baleares o en el País Vasco si el Gobierno de la Nación se inhibe?
¿No siempre? Hemos leído: "El gobierno de Sánchez lleva a la Fiscalía los homenajes a etarras excarcelados". Bonita máscara. Serían creíbles, él y Urkullu, si los delegados del Gobierno en Navarra y País Vasco hubieran aplicado la Ley de Protección de las Víctimas del Terrorismo para impedir esa exaltación de los terroristas, organizada por Bildu, los "testaferros de ETA". Pero todo se limita a decirle a Otegui, el de los 250 homenajes pendientes, que sea discreto. Disimule, hombre.
Como ocurre con la utilización de las políticas de inmersión lingüística, en las que la promoción de catalán y euskera se basa en la persecución del castellano. El sanchismo mira para otro lado, mientras el socialista Paco Fernández Marugán, Defensor del Pueblo, se desespera intentando que se impida la persecución de la lengua oficial de España en aulas y patios, o en el acceso a los empleos públicos. ¿Cómo defender la lengua materna de la gran mayoría de ciudadanos en Baleares o en el País Vasco si el Gobierno de la Nación se inhibe? Pero, solo a quienes ignoren qué es el sanchismo les puede sorprender. Nacieron con el apoyo de los soberanistas infiltrados en el PSOE, en Baleares, en Cataluña o en Navarra. No hacen nada que no se pudiera prever.
¿Y el Partido Socialista? Ya ni su Comité Federal tiene voz propia. Iván Redondo, el chamán que les dirige -más spin que doctor- habla por todos ellos. No hay problema, dicen, porque los socialistas están más unidos que nunca con el liderazgo de Sánchez. Ya lo creo. Cuando uno de los socios independentistas del gobierno sanchista de Baleares insultó con un "los payeses de Extremadura cobran por estar en el bar", el presidente extremeño, el socialista Fernández Vara, no dijo ni mu. Todos sanchistas.
Están en permanente zigzagueo, atentos a todo, menos lo que importa: unir a gente muy diferente en un proyecto colectivo
Pero, ¿el sanchismo es de izquierda? La verdad es que el PSOE de Sánchez se ajusta como un guante a las tesis sobre la pseudoizquierda de Mark Lilla en El regreso liberal y de Le Goff en La gauche à l’agonie? Nadie ha retratado mejor esa falsa izquierda que Carmen Calvo, la vicepresidenta de Sánchez, con su "el feminismo es nuestro, bonita". Refleja la razón de ser del sanchismo: un negocio electoral que utiliza un imaginario nostálgico de la izquierda como mercancía y trata a los electores como vegetales, árboles atados al terreno, inmóviles. Todo para limitarse, en cooperación con Pablo Casado, a revitalizar el viejo bipartidismo, ese juego en el que siempre gana el PNV.
¿Izquierda? ¿Qué izquierda? El sanchismo, tema a tema, del régimen laboral al modelo fiscal, poco tiene que ver, por ejemplo, con la socialdemocracia nórdica renovada, tópicos aparte. Por eso están en permanente zigzagueo, atentos a todo, menos lo que importa: unir a gente muy diferente en un proyecto colectivo. Y sirve de poco inventarse para España un presidencialismo imposible, audiencias a la "sociedad civil" incluidas, como si se tratara de Francia, una excepción en Europa. De un alumno de José Blanco a otro del filósofo Jean Paul Ricoeur: "Mira Macron, sin manos". Sanchismo desatado.
En fin, que los sanchistas son el problema, también para el futuro de la izquierda española. Quien se considere de izquierda, y por ello adversario de los soberanismos, que no se fíe de Pedro Sánchez. Sí, cada vez es más difícil ser de izquierda en España, sobre todo cuando uno no es de derecha.
*** Jesús Cuadrado Bausela es geógrafo y ha sido diputado nacional del PSOE en tres legislaturas.