Es preciso comenzar cualquier análisis sobre la “cuestión catalana” siendo consciente que lo vivido desde 2014, y especialmente desde septiembre de 2017, es el resultado de cuarenta años de construcción de una comunidad imaginaria desde las instituciones. En eso consistió el pujolismo -además del latrocinio desvergonzado, claro-; en el uso de la estructura estatal autonómica para construir catalanes a través de la lengua y las subvenciones.
Comenzó pervirtiendo el sentido de una lengua al convertirla en un signo de diferenciación, en algo excluyente concebido para hacer política y dejar fuera de juego a los no catalanes. Valga como prueba que el Partido Andalucista obtuvo en 1980 dos escaños en el Parlamento catalán, y que ERC quedó por detrás de UCD. Hoy todo esto sería un chiste.
La inmersión fue completa: medios de comunicación, educación y administración; y de ahí, mediando financiación y contratos con la administración, pasó a los partidos, sindicatos y asociaciones patronales, y todo tipo de asociación vecinal, juvenil, deportiva o cultural.
Desde los medios y la educación pusieron en marcha las técnicas más depuradas del uso político del lenguaje cognitivo: la creación de un marco mental con una lengua y conceptos propios capaz de explicar todo. Fabricado ese marco cognitivo ya podían colocar cualquier mensaje, como que los no catalanes son “animales con forma humana” y enemigos del destino en lo universal de la nación catalana, que España es un Estado fascista, y otras tonterías.
A partir de ahí, del dominio de la mentalidad, pusieron en marcha un golpe de Estado blando. ¿Por qué blando? Porque el discurso para deslegitimar la democracia española no podía (en pasado) contener violencia explícita. En eso falló el independentismo vasco identificado con ETA, al tiempo que ha triunfado el PNV.
¿Y la dosis de violencia? Estaba todo pensado. Solo se podía usar un tipo de violencia tolerable
Por eso hablaban al principio de la “revolución de las sonrisas” y convirtieron la represión policial del 1-O en una gran perfomance de mentiras. Debían dar la impresión al mundo de que el “fascismo español” era enemigo de los derechos humanos y de algo tan simple como votar. El esquema está basado vagamente en las ideas de Habermas: la secesión solo es posible cuando una minoría cultural es impedida a ejercer los derechos elementales.
¿Y la dosis de violencia? Estaba todo pensado. Solo se podía usar un tipo de violencia tolerable, que no desencajara con su discurso democratista. Ese tipo de violencia es el propio de los movimientos sociales, como Òmnium: escraches, manifestaciones uniformadas, cerco a instituciones, e invasión del espacio público. Porque la intimidación callejera, junto a la laboral, universitaria y demás, es básica. Por esta razón los independentistas se mueven a sus anchas por las calles, con sus símbolos y gritos, mientras que los constitucionalistas, que son más de la mitad de los catalanes, se quedan en casa.
Esa violencia estructural, muy de nuestro tiempo y adelantada al rancio Código Penal socialista que nos rige, no sirve para las definiciones clásicas de rebelión y, por tanto, de golpe de Estado. Kelsen queda así fuera de juego, porque lo trascendente no sería el objetivo final, como indicaba el jurista austriaco, sino el medio. Es decir; se resta importancia a que se quiera sustituir una Constitución por otra mediante un sistema, no solo no descrito en la primera, sino que lo viola gravemente, frente a si ha habido violencia organizada o no.
El golpe blando debe dar la impresión de ser una respuesta institucional a una expresión de la voluntad general. En realidad, es una adaptación del golpe del Príncipe del que hablaba Gabriel Naudé en Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado ya en 1639. El golpe es una maniobra, decía, que se reviste de “acción audaz” contra el derecho, a costa del interés propio del Príncipe, para salvaguardar el “bien general”. Una gran farsa.
Este golpe blando, posmoderno, no ha terminado, sino que ha entrado en una nueva fase, la del conflicto
Los independentistas idearon una estrategia de violencia reactiva; es decir, mostrar que a sus protestas pacíficas basadas en las conocidas técnicas de no-violencia para derribar un gobierno, le seguía una terrible represión. Por eso no pasó nada después del referéndum ilegal de 2014, cuando el gobierno de Rajoy dejó hacer, y ahora se han extremado por la intervención de las Fuerzas del Orden el 1-O.
Lamentablemente conocen bien los resortes de una democracia, y de nuestra justicia. Así, aquello se siguió con la construcción de mártires, los “presos políticos”, que han reforzado su discurso secesionista. Vuelvo a Habermas: la independencia es legítima cuando el Estado “opresor” no respeta los derechos humanos ni es democrático.
La sentencia ha sido el siguiente paso. Daba igual su contenido, salvo la absolución. La red y la estrategia ya estaban preparadas de antemano: los CDR, los nacional-bolcheviques, y las técnicas de lucha callejera más habituales. La batasunización se queda corta en comparación con esto. Esta violencia debe dar la apariencia de espontánea, pero no lo es, para que siga la narrativa del pueblo oprimido que se levanta contra el opresor. Las imágenes de una Cataluña en llamas dan la vuelta al mundo, a un mundo que cree que es la respuesta lógica a un deseo de democracia de la nación catalana.
El independentismo ha jugado con una ley española obsoleta y tímida, y ha puesto en marcha un proceso -sí, el procés- tan moderno que ha pillado a contrapié a nuestros dirigentes. Pero ojo, este golpe blando, posmoderno, no ha terminado, sino que ha entrado en una nueva fase, la del conflicto, la del riesgo de las vidas humanas. Es de esperar que la respuesta del Gobierno y de los partidos sea proporcionada e inteligente. Por una vez.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.