Las elecciones del 10-N se convocaron, a priori, para dar salida a la parálisis institucional que se arrastraba desde los comicios de abril, o para ser más exactos, desde que en 2015 se rompió con el sistema de partidos imperante. Un decaimiento del bipartidismo que era percibido como una victoria del pluralismo político pero que, sin embargo, ha supuesto la etapa de mayor inestabilidad política desde 1978. Téngase en cuenta que en estos últimos cuatro años hemos asistido a cuatro elecciones generales, una moción de censura exitosa y los periodos más largos de gobiernos en funciones.
Por eso en estas elecciones los votantes tenían que decidir si de nuevo optaban por la fragmentación desestabilizadora o si, por el contrario, apostaban por el pragmatismo del voto útil, y así reforzar la capacidad de nuestro sistema parlamentario para conformar gobiernos.
Pero con los resultados que se han dado, el panorama se ha tornado todavía más complejo, con un hemiciclo completamente dividido, donde ni las izquierdas ni las derechas suman, y donde Ciudadanos ya no podrá desbloquear nada, ni servir de puente ni de bisagra.
Ahora las opciones pasan, inevitablemente, por dejar que la lista más votada intente conformar gobierno, porque el bloque de derechas se ha quedado muy lejos de la mayoría absoluta, y además ya ha demostrado ser incapaz de encontrar otros socios parlamentarios.
Los resultados abocan a Sánchez a una legislatura corta, atado de pies y manos por Iglesias y los independentistas
El problema es que Pedro Sánchez, ahora, no sólo se ve obligado a moderar su discurso contra Unidas Podemos, si no que va tener que aceptar la inclusión de miembros de esta fuerza política en el Ejecutivo, si no consigue, como parece poco probable, la abstención del PP en la sesión de investidura.
Por tanto, pese a que el PSOE ha revalidado su victoria, no ha alcanzado su principal objetivo: incrementar su número de escaños y deshacerse de Unidas Podemos para poder gobernar en solitario con el apoyo externo de otras fuerzas parlamentarias. Tampoco va a conseguir un socio menos molesto que Unidas Podemos -Ciudadanos- para configurar un gobierno. Unas elecciones con un sabor agridulce, y que indudablemente, abocan a Sánchez a una legislatura corta en la que se encontrará atado de pies y manos por Iglesias y los partidos nacionalistas e independentistas.
Por otra parte, el PP ha recuperado una parte del terreno perdido, incrementando su número de escaños. Sin embargo, ni ha conseguido situarse cerca de los 100 diputados, ni ha parado la sangría de votos hacia Vox, ni se ha constituido como una alternativa al PSOE. Además, ahora tiene que tomar la decisión de si se abstiene o no en aras al interés general.
Está claro que el gran perdedor es Ciudadanos, que ha visto como se desvanecía todo el capital ganado en abril. Su electorado ha venido a castigar una estrategia errática y equívoca, que incluso le ha llevado a malgastar su fortín en Cataluña. Rivera, que ha asumido su responsabilidad y abandona la política, ha perdido dos millones y medio de votantes y cuarenta siete escaños, y su estructura interna ha quedado claramente debilitada. Cs quería ser la UCD y lo ha conseguido, pero no en la plenitud sino en la agonía.
Una nueva convocatoria electoral supondría la sentencia de muerte para el sistema político surgido de 1978
La otra cara de la moneda la representan Vox y Unidas Podemos. El primero ha capitalizado el descontento y se ha convertido en la tercera fuerza política, arrebatándole al PP feudos como Murcia y Ceuta, y superándole en cuatro provincias andaluzas. El segundo ha perdido representación en el Parlamento, principalmente, por la presencia de Más País, pero la necesidad que tiene el PSOE de investir a su candidato le coloca en una posición inmejorable para negociar su entrada en el Ejecutivo. Y es que una nueva convocatoria electoral supondría la sentencia de muerte para el sistema político surgido de 1978, en un entorno marcado por las exigencias de los nacionalistas, los independentistas y la extrema derecha.
Por último, está claro que estas elecciones han dejado algo patente: en nuestro sistema político no es compatible la gobernabilidad con un sistema multipartidista y polarizado. Tenemos un nuevo sistema de partidos que se mueve dentro de un modelo político cuyos incentivos institucionales no han variado, y que eran válidos para el bipartidismo imperfecto, pero ahora no lo son.
Por tanto, mientras eso no cambie y pasemos a considerar que los pactos entre adversarios no solo no son peligrosos, sino que pueden ser posibles y recomendables para garantizar la estabilidad de los gobiernos, hay que buscar ciertos mecanismos que impidan el bloqueo institucional. Por ejemplo, en los ayuntamientos, cuando no hay un acuerdo que alcance la mayoría absoluta, gobierna automáticamente la lista más votada. No cabe duda de que hay que dar una salida factible a esta nueva situación a la que parece que, de momento, vamos estar abocados.
*** Gema Sánchez Medero es profesora de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Complutense de Madrid.