El programa electoral del PSOE del 10-N incluía un “pacto contra el bloqueo” que consiste en investir presidente “al candidato de la fuerza más votada” por los ciudadanos si ningún candidato consiguiera el apoyo de la mayoría de los diputados. Aunque el programa no lo decía expresamente, Pedro Sánchez se encargó de concretar en un par de ocasiones que ese pacto implicaba la reforma del artículo 99 de la Constitución.
A primera vista, la idea parece razonable pues permite formar Gobierno y evita las situaciones de interinidad, que tanto se están prodigando en los últimos años. Ahora bien, si lo pensamos con más detenimiento, la fórmula puede tener más inconvenientes que ventajas y, desde luego, no tiene precedentes en el Derecho comparado, más allá de los casos del País Vasco y Asturias que el PSOE cita.
Y no tiene precedentes porque la sustancia de los sistemas parlamentarios de gobierno es la confianza que el Parlamento, explícita o implícitamente, deposita en el Gobierno; como dejó explicado en 1808 William Hamilton en su clásico Lógica parlamentaria, que casualmente se ha reeditado este año en español.
Así que con la fórmula socialista de un Gobierno que, para entendernos llamaremos ultraminoritario, nuestro sistema giraría hacia un sistema presidencialista en el que el Gobierno no dependería tanto de la voluntad del Congreso como de haber ganado unas elecciones.
Otro artículo de la Constitución reforzaría ese giro: el artículo 113, que exige tanto que la moción de censura contra el presidente sea aprobada por mayoría absoluta del Congreso, como que incluya un candidato alternativo. Por tanto, si se eligiera un presidente en minoría con la fórmula socialista, sería muy difícil de cesar porque la oposición necesita 176 votos coincidentes no solo para censurarlo, sino también para elegir un candidato alternativo.
Un Gobierno ultraminoritario tendría muchas dificultades para aprobar sus presupuestos y leyes orgánicas
Evidentemente, podríamos decir que nuestro sistema de gobierno mute hacia un sistema presidencialista tampoco es nada malo, como prueban los sistemas presidencialista norteamericano y francés. Cierto, pero ambos Estados y todos los que le han seguido celebran elecciones separadas para elegir al presidente y al Parlamento y reparten sus funciones atendiendo a esa división de poderes.
Sin embargo, al realizar unas solas elecciones y tener el presidente el rechazo claro del Congreso (recuérdese que esta fórmula solo se activaría después de no lograr ni mayoría absoluta, ni mayoría simple), la oposición se sentiría con una legitimidad muy superior a la que tiene la oposición en los sistemas presidencialistas para oponerse a las iniciativas gubernamentales, con una alta probabilidad de coaliciones negativas, unidas solo para votar no.
Lo hemos visto desde el 2 de junio de 2018, cuando Pedro Sánchez fue investido presidente, hasta el 28 de abril de 2019 que entró en funciones, período en el que no se aprobó ni una sola ley a iniciativa de su Gobierno, ni siquiera la importantísima ley presupuestaria de 2019; por el contrario se abusó de los decretos-leyes, una norma constitucionalmente excepcional. Por eso, cabe imaginar que un Gobierno ultraminoritario tendría muchas dificultades (y sería sometido a duras peticiones de los grupos parlamentarios pequeños) para aprobar sus presupuestos. Y lo mismo se puede decir de las leyes orgánicas, para las que la Constitución exige la aprobación de la mayoría absoluta del Congreso.
El riesgo de parálisis institucional es altísimo, con lo cual la propuesta socialista soluciona la formación de Gobierno, pero crea el problema de un Gobierno débil, imposibilitado de desarrollar un programa coherente.
Entonces ¿no hay manera de mejorar el artículo 99 para acabar con un carrusel de elecciones? Por supuesto que sí, pero hay que pensar reformas que respondan a la lógica general de la Constitución, que es la monarquía parlamentaria, no a una lógica presidencialista para la que sería necesario cambiar muchos otros artículos.
Cabe introducir alicientes para que los líderes pacten programas que permitan Ejecutivos de coalición fuertes
Empecemos por el principio: saber qué pretendía el constituyente con la regulación tanto de la investidura como de la moción de censura constructiva. No hace falta explorar mucho el Diario de Sesiones de las Cortes para comprender que son dos técnicas para evitar gobiernos débiles, tal y como había pasado en la Segunda República. Para diseñarlas se inspiraron en el exitoso modelo alemán de 1949, que a su vez había intentado esquivar la debilidad de los gobiernos que permitió la Constitución de Weimar de 1919.
Por eso, tanto en la Ley Fundamental alemana como en la Constitución española la disolución automática del Parlamento se concibe como un instrumento de disuasión, un incentivo (por no escribir amenaza) para convencer a los partidos de que se pongan de acuerdo. En Alemania funcionó bien desde el primer momento, cuando la República federal comenzó su andadura con un gobierno de coalición entre los democristianos y los liberales y continúa funcionando bien hoy día con la Grosse Koalition de la CDU y el SPD.
Pero mientras que en Alemania nunca se han repetido las elecciones generales por no poder elegir al canciller, en España llevamos ya dos en tres años. Así las cosas, parece evidente que nuestros políticos necesitan un nuevo incentivo para aprender a negociar. En mi opinión no es muy difícil de imaginar. Si ahora el artículo 99.5 de la Constitución ordena: “Si transcurrido el plazo de dos meses, a partir de la primera votación de investidura, ningún candidato hubiere obtenido la confianza del Congreso, el Rey disolverá ambas Cámaras y convocará nuevas elecciones con el refrendo del presidente del Congreso”. A este texto se le podría añadir este inciso: “No podrán presentarse a esas elecciones los candidatos a presidente cuyas formaciones electorales hubieran obtenido más del 10% de los votos válidos”.
Es decir, si ese texto hubiera estado vigente en abril, entonces no podrían haberse presentado en noviembre ni Sánchez, ni Casado, ni Rivera, ni Iglesias, ni Abascal porque todos sacaron más del 10%. Con un estímulo así los líderes de los grandes partidos encontrarían más pronto que tarde la manera de pactar programas de Gobierno que permitieran un Ejecutivo de coalición fuerte, capaz de desarrollar un programa coherente durante toda la legislatura y no pendiente de regateos diarios para mantenerse en el poder. No en vano William Hamilton dejó escrito: "El sentimiento sólo atiende al presente; la razón considera el porvenir y el conjunto de los tiempos".
*** Agustín Ruiz Robledo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada.