Feminismo, tenemos un problema
La autora reflexiona sobre los cambios que deben operarse en el movimiento feminista para lograr el objetivo de la igualdad real, y considera que habría que empezar por cambiar la actual narrativa.
Hace ya bastante tiempo que los avances en igualdad de género —la igualdad que va más allá de la formal, la igualdad real— se han estancado, perdidos en un sinfín de frentes, bandos políticos, variopintas reivindicaciones, emocionalidades inanes, intrincados recorridos y estrategias fallidas.
En ese estancamiento, los defensores del antiguo y discriminatorio régimen se han hecho fuertes a través de eslóganes que pivotan en torno a una ridícula idea central, "el feminismo va de odiar a los hombres", pero que han calado hasta convertirse, para muchos, en la pastilla azul de Matrix que esconde la cruda realidad: la igualdad de género, más allá de la formal, ni está ni se la espera.
El feminismo ha perdido la batalla de la comunicación porque parte de una narración sesgada que no ha sido capaz de detectar y corregir, y por eso sus mensajes son vulnerables y carecen de la capacidad de llegar, incluso a los ciudadanos de un Estado democrático que, por definición, está obligado a luchar activamente para erradicar cualquier tipo de desigualdad.
Como muestra, un error que se arrastra desde los inicios: la elección del término "discriminación positiva" para referirse a los medios con los que cuenta el Estado para corregir la desigualdad de oportunidades. En esa época, y debido a ese sesgo, pareció que llamar a la solución de la misma forma que al problema que combatía pero añadiéndole un término antagónico era como anular su efecto.
Cualquiera que entienda un poco de comunicación sabe que la consecuencia de esa táctica suele ser la contraria a la deseada: en el cerebro receptor queda la impresión de que se hace lo mismo pero al revés, que se está, no corrigiendo, sino cambiando una cosa por otra igual pero en sentido opuesto. Se hizo porque se partía de un falso relato, incapaz de apreciar la raíz del problema: que la realidad estaba oculta debajo de una histórica visión sesgada y, por tanto, errónea.
La narrativa sobre igualdad se construyó sobre un cimiento defectuoso: que el feminismo trata de revancha
Sobre ese cimiento defectuoso —el pensamiento inconsciente de que el feminismo trata de revancha y no de igualdad— se empezó a construir el resto de la narrativa sobre igualdad y feminismo. Y así, el feminismo no perdió la batalla de la comunicación, es que ni siquiera estuvo alguna vez en posición de librarla.
Si desde que nacemos la narrativa que nos rodea es masculina, nuestra visión está sesgada, incluso aunque seamos capaces de detectar que existe un problema de igualdad.
Imaginen ahora, mujeres, pero sobre todo, hombres, que desde su nacimiento solo estudiaran literatura escrita por mujeres; vieran cine dirigido por mujeres (sí, también el porno); las empresas en manos de mujeres; la política, igual; también los medios de comunicación; debates, mesas redondas, conferencias profesionales en los que no hubiera ponentes varones; que vivieran en una sociedad creada sobre las maneras de relacionarse típicas femeninas, los hombres invisibles en la Historia, arrinconados en un segundo plano al servicio de las mujeres, ¿veríamos la realidad igual que la vemos ahora?
No, rotundamente, no; la realidad —nuestro comportamiento y nuestra narración de esa realidad— sería otra. Los hombres y su discurso de igualdad de género no tendrían referentes en los que encontrarse, y cualquier relato que se cimentase sobre esa visión estaría sesgado: las mujeres seríamos el patrón sobre el que se construiría el discurso y que marcaría la generalidad; los hombres, solo una particularidad que integrar en ella.
Es urgente que el feminismo deje las gafas rosas —otra narración que parte del sesgo, porque no queremos filtrar la realidad sino todo lo contrario, verla sin filtros— y se tome la pastilla roja de Matrix, porque de seguir así, es probable que dentro de un tiempo hayamos olvidado algo más que el verdadero significado de la palabra "igualdad" en una sociedad democrática, y que la lucha sea por la no desaparición del concepto "femenino".
Es urgente entender la necesidad de transformar la comunicación sobre feminismo e igualdad, de cambiar los términos y los discursos que utilizamos cuando hablamos de desigualdad de género, reivindicación y políticas de Estado, porque solo así conseguiremos que el sesgo no distorsione la realidad y con ella nuestro objetivo.
Hay que dejar de dar munición a los enemigos de la igualdad, a los que dicen que ya somos iguales en oportunidades
Es necesario empezar a utilizar los términos que describan la realidad tal y como es, conquistar definitivamente la narrativa, utilizar únicamente las palabras que funcionen a modo de píldoras rojas.
Y también, claro, es necesario dejar de dar munición a los enemigos de la igualdad real, aquellos que sin sonrojo afirman que en España mujeres y hombres ya somos iguales en oportunidades, que si nosotras no llegamos donde llegan ellos será porque no queremos o no valemos, que debemos sentirnos incapaces o lelas cuando el Estado pone los medios para corregir desigualdades reales que pueden comprobarse a través de la simple estadística o que debemos sentirnos culpables por luchar y exigir al Estado que cumpla con lo que establece nuestra Constitución.
Porque si alguien tuviera que sentirse culpable, ¿no serían los hombres cuando ven que las candidaturas femeninas se valoran de diferente forma a las suyas o ni siquiera se valoran? Porque si alguien tuviera que sentirse lelo, tutelado o incapaz ¿no serían los hombres cuando ven que se aplica por sistema y de forma automática una cuota de género única o mayoritaria a su favor?
Y si todavía están bajo los efectos de la pastilla azul —demasiado arriba— piensen en los últimos actos a los que han sido invitados como ponentes o conferenciantes; piensen en qué cantidad de literatura, cine o arte masculino han disfrutado últimamente y qué cantidad diferente; cuánto referente masculino hay en la formación de sus hijas y cuánto femenino en la de sus hijos; pongan en duda, en fin, la objetividad de su narrativa, como haría cualquier ser humano lógico ante estos datos.
Hacer saltar por los aires este sesgo a través de una comunicación eficaz, libre de emocionalidad y de efectismo, basada en hechos y datos contrastables, y en la exigencia del cumplimiento de la Constitución es el camino más directo y exitoso que tiene el feminismo para conseguir la igualdad real: apostar la Administración, las instituciones y el activismo por la razón y la excelencia narrativa como escudo y arma del feminismo para luchar por ese derecho fundamental en una democracia.
Es urgente y necesario porque nos jugamos mucho: ahora, la igualdad real; dentro de poco, la propia subsistencia.
*** Ana de la Morena es escritora y directora de contenidos en una agencia de comunicación.